El raro soy yo, por Pepe Morales

gente normal lucenaCamino por la calle un día cualquiera y veo gente normal, personas riendo, gente haciendo cola en el cajero, parejas sentadas en la cafetería, abuelos viendo la vida pasar por delante de un banco soleado, un repartidor aparcado en doble fila, estudiantes con mochilas, una ecuatoriana empujando la silla de ruedas de una española, la cartera con el carrito de Correos, operarios cavando en el asfalto, un señor recogiendo la caca del perro, gente en coche, moto, patinete o bicicleta… Gente normal haciendo cosas normales.

Me extraña ver que sólo hay gente normal en la calle un día cualquiera porque, por más vueltas que doy, no veo el país en que dicen que vivo los medios de comunicación a diario. Vivo en un entorno de gente normal en apariencia que hace cosas aparentemente normales. ¿Y entonces? ¿Dónde están los peligros que, dicen la derecha y los medios, acechan la paz, la integridad, la salud, la seguridad y la tranquilidad de este país? Con inquietud, me decido a comprobar si quienes me rodean son gente normal.

Hablo con gente próxima. Al preguntar, el mundo tiembla por momentos, el caos toma la palabra y no hay debate, sólo maniqueísmo: o conmigo o contra mí, sin más argumento que lo repetido por los medios. A corta distancia, la gente actúa de forma rara, como si escondiera su personalidad en un muestrario de etiquetas y no en el desarrollo racional de sus propias ideas. Es la misma gente que veo en las calles y las plazas cuando paseo un día cualquiera y que en apariencia entra en el canon de la normalidad.

Gente que ayer era andaluza, hoy se avergüenza de serlo y se declara española, sin saber explicar en qué consiste la españolidad más allá de una pulserita o un pin en la solapa. Gente que deja traslucir un odio reciente hacia catalanes y vascos como afirmación de una españolidad excluyente y sectaria. Gente andaluza que permite que Sevilla y Madrid les robe porque Moreno Boñiga y Ayuso se envuelven en una bandera que no es verde ni blanca, la que favorece al señorito andaluz y al que vive en Madrid.

Gentes que ayer fueron a trabajar a Catalunya o Alemania por razones económicas o ideológicas, sin papeles en muchos casos, hoy acusan a los migrantes de lo que fueron acusadas en su momento. Porque muchos emigrantes de la España dictatorial fueron ladrones, violadores y asesinos para el racismo xenófobo de los países donde se dejaron la piel y la dignidad. Descendientes de esos españoles se quitan hoy las pulseritas para que les alquilen una vivienda y les den trabajo en muchos países de Europa.

Gente que frecuentó los armarios donde el franquismo guardaba a quienes consideraba anormales, hoy meten su pluma en cofradías homófobas y no dudan en señalar con el dedo del odio, la frustración y la envidia a quienes deciden volar libremente. Gente con hijas, madres, nietas, hermanas o vecinas maltratadas, algunas asesinadas, por machos salvajes, hoy atacan el feminismo y defienden a los agresores porque así lo impone la ideología machista a la que mucha de esa gente vota.

Gente con trabajo precario, sin acceso a la vivienda, con dificultad para pagar la luz, asaltada cada poco por su banco, sin dinero para gasolina, alimentada de pobreza… gente que defiende a muerte lo que los medios le indican. Gente que vota a quienes ensanchan la brecha entre ricos y pobres, o que no vota para defender la unidad de España, para que no la rompan. Gente que ignora que ella es España y está más que rota. Gente que apoya una monarquía donde el Emérito, Froilán o Federica son lo “normal”.

 

Pepe Morales

«Babylon», por Juilán Valle Rivas

babylonQue ese portento cinematográfico de Damien Chazelle titulado «La La Land» (2016) no ganara el Óscar a Mejor Película, supuso mi ruptura definitiva, crónica de una muerte anunciada, con la Academia hollywoodense y el valor de su criterio. Ruptura extensiva, por lo desproporcionado de su posicionamiento, a otros premios en el ámbito del arte. Cierto que la gala estadounidense nos tatuó en el recuerdo el error del pobre Warren Beatty; en cambio, quién recuerda «Moonlight» (Barry Jenkins, 2016), galardonada con el premio, o manifiesta algún interés en su visionado siete años después de su estreno.

 

   En su larga historia, no fue la primera vez, ni será la última, que la Academia desconcierte tanto con su elección. La cuestión es que, de un tiempo atrás, viene siendo demasiado evidente el bochornoso o vergonzoso reparto de votos entre las producciones candidatas, las atribuciones caprichosas, acariciadas por una suerte de desmedida corrección política o una infame moda de turno.


    El caso es que, tras repetir con «La La Land», he vuelto a disfrutar con esa otra joya fílmica de Chazelle que es «Babylon» (2022), en la cual el director continúa rodeándose de su equipo de confianza, con Justin Hurwitz, a cargo de la música, Linus Sandgren, de la fotografía, y Mandy Moore, de la coreografía.


    Recupera Chazelle, con «Babylon», el homenaje a la cultura cinematográfica, rememorando aquel periodo de transformación radical acaecido durante las postrimerías de los felices años veinte: el paso del cine mudo al sonoro, y que atrajo no sólo un nuevo modo de deleitarse con la experiencia cinematográfica para el espectador, sino un nuevo modo de entender el trabajo de los profesionales, obligados a adaptarse a la realidad de un sistema que llegó para erradicar todo vestigio anterior, y de comportarse en la vida pública. De ahí que las bacanales recargadas por el barroquismo de la inmoralidad y el libertinaje, siempre amigas de la naturalidad y la notoriedad, de los primeros minutos de metraje, transmuten, de cara a abordar el epílogo, en los más oscuros y depravados comportamientos humanos, pergeñados por la más degenerada corrupción suburbial y ejecutados en los nefastos rincones del inframundo. De ahí que aquellos actores que brillaron mientras los filmes aparecían como un cúmulo de gestualidades, ademanes y equilibrismos exacerbados rayanos a la improvisación, se sintieran caricaturizados, al ceder parte de la articulación del cuerpo a favor de la vocalización de la narración, hasta ser derrotados por el inclemente golpe de la verdad, por la depresión de entenderse desfasados, arrollados por una técnica intransigente con sus capacidades. De ahí que el espectador ordinario, marginado de las delicadezas teatrales, eliminado de su intelecto las comedias populares, acostumbrado a consumir un minimalismo del arte ficcional retranqueado por el ambiente orquestal, se maravillara por la paradoja de la imagen en movimiento dotada de voz, prodigio mágico, taumaturgia divina, facultad de ascendencia quimérica.


    Homenajea, además, Chazelle, con «Babylon», una obra maestra de la historia del cine como es «Cantando bajo la lluvia» (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), y salpica, así, todo el metraje de referencias a la película clásica. No se trata de una revisión o, directamente, de un plagio, a la manera que «Por un puñado de dólares» (Sergio Leone, 1964) hizo con «Yojimbo» (Akira Kurosawa, 1961), pese a partir de idéntica premisa del actor apesadumbrado por el compromiso de reinventarse o morir. «Babylon» es un amor manifiesto, respeto y pleitesía, que culmina en esa apoteosis conclusiva en la que uno de los protagonistas se rompe por el dolor y la melancolía, al descubrir en la película que se proyecta en el cine, y que se convertirá en eterna, el retrato de una época de la que fue testigo privilegiado y héroe improvisado; al revivir, a través de la sucesión de fotogramas, las experiencias de unos amigos que ya desaparecieron, con quienes recorrió la sin par singladura del éxito y del fracaso, vorágine de sensaciones desbocadas. Y en seguida, vemos cómo el protagonista se recompone, al comprender que la añoranza sólo es el reflejo de un tiempo que presenció, de una historia que ayudó a escribir. Al revelársele la afortunada confirmación de que él también formó parte de la imperecedera grandeza del cine.


    Queda aplaudir, al cierre de tres horas de metraje. Queda reconocer el impagable trabajo de una inconmensurable Margot Robbie, inmensísima, quien consigue aunar la belleza y sensualidad que caracterizan a su personaje con la imparable caída hacia la autodestrucción a la que se ve abocado. Aunque apenas comparten escenas, igualmente, encabeza el cartel Brad Pitt, quien interpreta con solvencia a un galán, estrella del cine mudo, borracho de fama, éxito y alcohol, que padecerá la tortura del fracaso, al no poder encajar en la nueva forma de hacer cine. Y aplaudir, cómo no, el logrado diseño de producción y la espectacular fotografía, que llenan cada plano. Aplaudir la narrativa y la peculiar representación del sistema de rodaje durante la etapa muda. Aplaudir, en fin, la fenomenal, sobresaliente, aportación musical de Hurwitz, elemento integrado en las secuencias, y arte por el que director y músico tienen tanta pasión como por el cine.


Julián Valle Rivas

Nos quitan la Sanidad, por Pepe Morales

sas servicio andaluz de saludAcude a Urgencias con alarma y la desazón de una larga y penosa enfermedad rondando la cabeza. Intranquiliza la SER al hablar del último desvío presupuestario de Moreno Bonilla a la sanidad privada. Activa el CD y saluda Serrat: “...recíbelo como si fuera fiesta de guardar. No consientas que se esfume, asómate y consume la vida a granel. Hoy puede ser un gran día, duro con él”. En Urgencias, una enfermera decide la gravedad de las angustias. Hoy puede ser un un gran día, aún no piden otra tarjeta que no sea la sanitaria.

Un gran día con un cuarto de la sala de espera libre, sin gente de pie como casi siempre a las cinco de la tarde. En el gran día, la megafonía anuncia el número impreso en la pulsera identificativa a los quince minutos de haberla recogido en Admisión: “P 036, Pase a Clasificación B…”. Ofrece a la enfermera la versión ampliada de la dada en Admisión mientras su acompañante buscaba aparcamiento fuera del Hospital cuyo amplísimo parking tenía desocupado más del 50%, un aparcamiento de los más grandes y el más caro de la ciudad, negocio a costa de pacientes y trabajadores.

De Clasificación, a la sala de espera de consultas y su paisaje habitual de sillas agolpadas y acompañantes de pie. La megafonía canta los números para el sorteo de la atención especializada. Un gran día: “P 036, Pase a Consulta 12…” tras sólo media hora de espera. Tres irrupciones de batas en la consulta pidiendo ayuda empiezan a sembrar dudas sobre el gran día. Falta personal. “Vamos a sondar”, resume la doctora. “Vaya a la consulta 13”. Dos enfermeras esperan con sonda, jeringa y botes para analíticas. El proceso es interrumpido cuatro veces por batas de otras consultas pidiendo ayuda. Falta personal. El gran día se diluye tras siete pinchazos sin encontrar vena y la denegación de auxilio por la compañera de otra consulta. Falta personal. El octavo intento da para llenar los botes y la sonda entra a la primera.

Un celador conduce la camilla a la sala de “Sillones” donde una cuadrilla de enfermeras y auxiliares atienden el catálogo de dolencias que ocupan quince plazas en apretada vecindad. Aparcada la camilla y la angustia en la plaza libre, enchufan a la vía un calmante y una bolsa de lavado vesical. Toman las constantes entre espasmos. ¡¡A la mierda el gran día!! Inspira, expira, inspira, expira… diez segundos de angustia y remite el dolor, secuencia que se repetirá cada hora u hora y media a lo largo de la larga noche.

Apagan luces y tres personas quedan a cargo de dolores y miedos. Falta personal. Cinco botes de calmante y dos bolsas de lavado después, una brigada multidisciplinar interpreta una coreografía que permite, en apenas media hora, cambiar la ropa de sillones y camas, asear a los ocupantes, servir el desayuno y tomar constantes y muestras para nuevas analíticas. Como llegaron, salen de escena y empieza otro gran día. Llega un médico, pregunta, escucha, explica, responde y propone el alta. Avisa para que vengan a recogerla y, en cinco minutos, retiran la vía y la sonda, se viste y sale en silla de ruedas al exterior. El aparcamiento luce medio vacío mientras los usuarios queman combustible y tiempo buscando sitio gratis en el exterior, con suerte a doscientos metros del hospital.

Atrás quedan los rostros y los cuerpos castigados por la fatiga que no renuncian a la sonrisa y el sobreesfuerzo para atender médica y psicológicamente a la ciudadanía. Falta mucho personal. Y faltan humanidad y vergüenza por parte de quien no invierte lo que debe y tiene en la Sanidad Pública, del responsable del deterioro intencionado de los servicios públicos en Andalucía, de quien empuja a cientos de miles de andaluces hacia la estafa de los seguros privados. En primera instancia, hay que señalar a Bonilla y su gobierno pero, en última instancia, es culpa de quienes lo han votado y no protestan.

 

Pepe Morales

Fe, ocio y negocio, por Pepe Morales

cerveza jarraEn cualquier debate concurren posturas enfrentadas, máxime cuando se topa con el peliagudo asunto de la fe que mueve montañas, de dinero en este caso. Es lo que ocurre en torno al conflicto de intereses entre la industria hostelera y la industria cofrade, ambas autodenominadas “motor de la economía local”, si bien una crea puestos de trabajo más o menos estables, contribuye al bien común con impuestos y es profesional.

 

Un problema similar tuvo lugar en los 80, cuando una liga de futbito vaciaba las calles y llenaba las pistas del polideportivo durante gran parte del verano. Hostelería 1 – Deporte 0, fue el resultado.

La Semana Santa y otras expresiones del folclore popular van unidas a la diversión al tener lugar en fechas de descanso para la mayoría de la población trabajadora y estudiantil. Y la diversión, en la Europa mediterránea, se asocia a reuniones con familiares y/o amistades, a la música, la risa, el disfrute y la muy cuestionable cultura del alcohol, aunque el proveedor aconseje el “consumo responsable”, pero esto... mejor dejarlo para otra ocasión. A falta de atractivos naturales o culturales, los desfiles procesionales son uno de los principales activos turísticos que ofrece Lucena para dinamizar su economía. No obstante, se observa en las últimas décadas un éxodo considerable en esas fechas que vacia las calles y llena de lucentinos y lucentinas los paseos marítimos de la Costa del Sol y otros destinos.

En paralelo, hay que poner en valor las iniciativas culturales que durante los últimos lustros se ofrecen a la ciudadanía, con gran esfuerzo de las personas y colectivos que las organizan y el apoyo de instituciones públicas y privadas. Estas actividades, teatro, jazz, flamenco, carnaval, etc., suelen desarrollarse con mínima o nula actividad económica que pueda suponer intrusismo profesional y competencia desleal hacia la hostelería. Así, se intenta sacar al pueblo del monocultivo y abrir el horizonte a la diversidad cultural, a un pluralismo imprescindible en la sociedad, respetando en lo posible el tejido productivo local.

Hacer números puede dar una idea aproximada de la dimensión del conflicto con todas las cautelas habidas y por haber. De los datos aportados a la prensa por la organización del Oktoberfest, referidos al año pasado, se desprende: si a los 50 litros de cerveza de un barril se le resta un 12% de desperdicio (*), da para unos 146 vasos de 30 centilitros que, a 3 €, suponen para la caja 438 €. Si el año pasado se consumieron 140 barriles, el ingreso fue de 61.320 €. A esta cantidad hay que sumar la cerveza embotellada, otras bebidas alcohólicas, refrescos y la comida servida. Podían haber sido mayores el consumo y la caja si por imprevisión logística no se hubiesen acabado las existencias el último día.

En el evento, organizado por la Cofradía del Nazareno, colaboran empresas lucentinas, la Santa Fe, Diputación (¿?) y Ayuntamiento (¿?). El dinero gastado en los cuatro días no llega a las cajas de los negocios hosteleros que crean puestos de trabajo más o menos estables y pagan sus impuestos religiosamente. Si se le suman otros eventos organizados por cofradías y distintos colectivos celebrados en algunos de los 52 fines de semana del año, días fuertes para la hostelería, vengan contables a hacer números sobre el daño que el negocio del donativo inflige al tejido hostelero de la ciudad, amén de los tributos que estas actividades dejan de satisfacer a las arcas públicas como es obligación de todo ciudadano.

Alega la sensibilidad cofrade que las barras son una forma de financiar su funcionamiento y surgen una serie de interrogantes y dudas al respecto. A diferencia de otros colectivos declarados de utilidad pública por el Ministerio de Interior (con un par de estrictas auditorías públicas anuales de sus cuentas), la contabilidad cofrade, que se sepa, no es todo lo transparente que sería de desear y muchos de sus gastos se concentran en pompa y boato que chocan con el mensaje evangélico. Chirría que la Iglesia goce de privilegios contables, que se financie con impuestos de creyentes y no creyentes y que la Conferencia Episcopal dedique más fondos a medios de comunicación que siembran odio que a Cáritas, por ejemplo. Se explica que “tengan” que recurrir al alcohol como fuente de ingresos.

(*) 5% de consumiciones que no se cobran, 3% de derrame al llenar el vaso, 2% por problemas con el CO2 y temperatura y 2% por espuma al final del barril.

 

Pepe Morales

SOLO TENDRÁN SUS CENIZAS, por Alfonso Jiménez

urna funeraria cenizas"La burocracia en los países latinos parece que se ha establecido para vejar al público".  (Pío  Baroja)                                                                                         

    Esta desgarradora noticia también la han silenciado las cadenas televisivas y casi ningún periódico se hizo eco de ella. Y es la siguiente:

   La esperanza.- Juana se vino a España en 2005 dejando atrás su Bolivia natal y tres hijas adolescentes a las que tenía que sacar adelante. Alguna compatriota suya le había comentado que aquí, en la madre patria, podría dedicarse a cuidar ancianas o enfermos y ganar algún dinero para enviarlo a su familia. Y eso hizo en cuanto llegó: trabajar como interna cuidando a una anciana durante 8 años.

    Interna y enferma en España.- Ese duro trabajo le permitió a Juana conseguir la nacionalidad española y así podía enviar cada dos meses mil euros para su familia de Bolivia.  Unos años después, Juana comenzó a tener problemas en su propia salud, pero no quería perder su trabajo y trató de iniciar un procedimiento de reagrupación familiar para que una de sus hijas pudiese venir a ayudarle, pero la Administración española se lo denegó porque no acreditaba tener medios económicos constantes. Increíble: debería haber mandado un importe mensual de 500 euros y no 1000 cada dos meses. Lo hacía así para no faltar dos horas de su trabajo.

  Su salud se siguió agravando y en 2015 le detectan un tumor y un cáncer terminal y Juana tiene que ser ingresada en el hospital de Manises (Valencia).

   La burocracia española.- Es entonces cuando Juana recurre a Joan, el hijo de la señora que ella había estado cuidando, para que le ayude a agilizar los trámites urgentes necesarios para que una hija de ella pudiera venir a su lado. Este señor, ingeniero jubilado, que sabía agradecer los cuidados que Juana había dedicado a su madre, se plantó en los Servicios Sociales municipales tratando de conseguir los informes necesarios para que la hija pudiese venir. Esos trámites urgentes se podrían realizar en dos semanas, pero se topó con una burocracia española que a todo ponía inconvenientes.

   La burocracia en Bolivia.- Fueron casi cinco meses lo que Joan tardó en conseguir los informes hospitalarios y permisos correspondientes que envió por correo electrónico a las hijas de Juana. Estas se fueron al consulado de La Paz (capital de Bolivia), y allí le dieron buenas esperanzas pero que el visado lo tenía que otorgar el consulado de Santa Cruz (capital comercial del país). Tuvieron que hacer un viaje de diez horas en bus y cuando llegaron era viernes y le dijeron que "volviesen el lunes", pero que luego deberían hacer más trámites.

    La desesperanza.- El sábado las hijas hablaron por teléfono con su madre diciéndole, para calmarla, que muy pronto --no era verdad-- estarían con ella. La mami le respondió: "Voy a resistir, traten de llegar". Al día siguiente, domingo, murió. "No pudimos estar a su lado ni despedirnos. Ni pudimos velar su cuerpo".

   Joan, avergonzado e indignado por los interminables trámites burocráticos entre ambos países, sabe que aún habrá que esperar y dice: "Por lo que veo, todavía las hijas tendrán que esperar para poder recoger las cenizas de su madre".  Burocracia irracional y desalmada.

alfonjimenez.blogspot.com
  

Astérix y Obélix, por Julián Valle Rivas

asterix y obelixEntre mis hábitos de lectura, el cómic nunca tuvo relevancia en demasía. Ignoro la causa de tan desatinado despego hacia una forma de arte que, con desaforada taumaturgia, compagina dos géneros en apariencia dispares como son la narrativa y la ilustración. Soy consciente del cúmulo de genialidades que pueden llegar a desplegarse en sus páginas, aunque nunca terminó de hipnotizarme su canto de sirena. Y pude intentarlo durante varias etapas de mi juventud. Recuerdo de niño aproximarme a los tebeos de Zipi y Zape o a algunas de las aventuras superheroicas publicadas por Marvel o DC.

   Alcanzada la adolescencia piqué un poco de ediciones europeas, incluso rondando la veintena, ya desquiciado adicto a la novela, sostuve obras de Mortadelo y Filemón, al tiempo que un amigo procuró alistarme, sin apreciable éxito, a través de la novela gráfica. Quien se desgarre la garganta denostando el género artístico (entiendo que teclear «género literario», amén de impreciso, supone menospreciar el dibujo implícito) como propio de la franja infantil de la vida, además de imbécil, sólo denota un supino grado de incultura, pues el cómic, insisto, es una forma de arte y, como tal, desprendida de las ligaduras de la edad y de los grupúsculos de las épocas. Ajeno a cualquier factor crepuscular.


   Pero toda regla general que se precie merece una risueña excepción que sirva siquiera para revelar esa mentirijilla barnizada siempre por la rotundidad… Cuando he negado con el frío tajo de una faca albaceteña mi afición al cómic, también he eludido el morfema de la sinceridad.


   Siendo un infante en fase escolar, hubo una serie de historietas ilustradas que, al contrario que sus protagonistas, eternos irreductibles, afanosos irredentos, pronto me conquistó, sin necesidad del más chusquero de los asedios. No sería capaz de precisar si primero me dediqué a los números verticalizados sobre los anaqueles de la biblioteca del colegio, ante la mirada juzgadora del encargado, quien parecía no valorar como lectura educativa el volumen escogido por el chavalín (paradójica valoración, hallándose el dichoso volumen en la biblioteca de un colegio), o si fueron los títulos que me compraron mis padres los que desataron la voraz simpatía. El caso es que el tozudo apego a la libertad, el ninguneo hacia el invasor, la desinteresada predisposición al auxilio, sin reparar en los costes, la sucesión de sutiles chascarrillos y escenas entintadas de liviana comicidad, la descarada parodia del ciclo histórico, el infatigable reparto de mamporros, la brutal idea de una poción secreta que confiere una fuerza sobrehumana (con efectos permanentes para uno de ellos, desde que de pequeño cayó en el interior de la marmita), el inquebrantable valor, la aventura, la misión casi imposible y, sobre todo, la inextinguible amistad entre aquella dispar pareja protagonista me absorbieron los fundamentos mágicos que estructuran la imaginación premiada por la niñez y salpicaron los momentos de la temprana madurez. Para catalogar la trascendencia plástica de las ilustraciones y el nivel literario de los textos insertados en los bocadillos, se requeriría de un analista objetivo, aliviado de la grata, quizá un tanto distorsionada por la nostalgia, evocación infantil y tardojuvenil.


   Las historias o aventuras de Astérix y Obélix, junto con sus vecinos de la indómita aldea gala, que grandes quebraderos de cabeza provocaban a Julio César, frustrando una y otra vez sus planes de ocupación o conquista del total territorio de la Galia (el incidir o remarcar ese «toda» la Galia será un gag constante en la serie), por aquel entonces, me parecían apasionantes. Si bien, los números que se fueron publicando no se limitaron a fastidiar al César, o no sólo a fastidiarlo. La variedad en la trama era habitual en la producción de René Goscinny y Albert Uderzo.


   Porque he aquí el secreto: la propiedad intelectual exclusiva para Goscinny y Uderzo. Mientras la tuvieron, claro, hasta que el mercantilismo atroz y destructivo confeccionó una suerte de subasta que ofertó a los personajes al mejor postor… O algo parecido.


   Defendida por Uderzo tras la defunción de Goscinny, allá por el año 1977, todavía me sedujeron los siete títulos publicados en los ochenta y noventa, pese a que lastraban la carencia del ingenio, el talento y la originalidad que, sin duda, aportaba Goscinny, encargado de guionizar las historias. Con el loable fin de mantener el legado, Uderzo, dibujante nato, explorador por el aturdimiento de las tierras ignotas, no logró prender la mecha narrativa con la chispa de la singularidad que las musas conceden a los profesionales de cada oficio. Acontecida su muerte, perdí el interés por el producto: no pueden nacer hermanos de padres fallecidos.


   Receloso de ese puñado de títulos en formato de novela ilustrada, no por el titubeo hacia su calidad, sino por preferir estas historietas en viñetas, los números publicados a lo largo de las décadas de los sesenta y los setenta condensan, tecleaba, lo mejor de la saga. Por su parte, de las diez adaptaciones al largometraje de animación, las más entretenidas y recomendables son las cinco primeras, estrenadas entre 1967 y 1986, cuya factura técnica se iba desarrollando y optimizando progresivamente. No conviene ser duro en exceso con el mérito visual de «Astérix el Galo» (1967), resultando ser unas maravillas «Astérix y las doce pruebas» o «Las doce pruebas de Astérix» (1976) y «Astérix en Bretaña» (1986). A partir de ahí, las versiones animadas comenzaron a rechinar (resucita ahora en mi memoria la decepción de «Astérix en América» cuando la vi en el cine en 1994), pudiendo ser que «Astérix y el golpe del menhir» (1989) o «Astérix: La residencia de los dioses» (2014) nos hagan torcer menos el gesto. De mera anécdota, en cambio, tacharía la existencia de las versiones cinematográficas en imagen real, de la cuales sólo impacta la presencia de la arrebatadora y esplendorosa Monica Bellucci como Cleopatra.


   Y es que las aventuras de Astérix y Obélix hay que disfrutarlas a modo de viñetas y en su formato de cómic, como sus dos creadores fueron regalándonoslas desde 1961.


Julián Valle Rivas

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