Si no yerro en mis cálculos, las líneas que se dispone a leer, amable lector, conforman mi colaboración número cien con esta casa, y, sinceramente, jamás imaginé que llegaría tan lejos.
No es que yo tenga especial inquina contra las adaptaciones cinematográficas o televisivas de los clásicos literarios. Particularmente, no me molestan; al contrario, como aficionado al cine y a las series de televisión, soy un gran partidario de tamaña ofrenda al espectador, siempre que se respeten los elementos o factores que conforman la esencia del clásico literario adaptado, sin los cuales perdería su sentido, convirtiéndose en algo nuevo, diferente a lo anterior, transponiéndose (lo anterior) a una posición de mera inspiración o influencia, lo que no deja ser, ojo, algo habitual en cualquier forma de arte.
Pero, si todo queda en una simple inspiración o influencia, lo honesto con el espectador es que el creador lo publicite como tal, ahorrándole la decepción o el mosqueo por la estafa de la que ha sido víctima. Esos revisionistas infames, quienes se sirven del nombre (o renombre), engalanado con laureles, del autor original, así como del trabajo que legó a la posteridad, para vender su rocambolesca y abracadabrante diarrea mental, pulverizada con esencia de lavanda de fabricación casera; esos revisionistas infames, tecleaba, empecinados en redefinir perfiles, llevados por una incontrolable querencia narcisista, hacia ese nefasto vicio de destacar, pincelando una impronta que nadie reclamó, ni maldita la falta; esos revisionistas infames, a quienes en mala hora se les encendió aquella bombilla de filamento pustuloso; esos revisionistas infames bien podrían, por dignidad, evitar al espectador la irritación por la añagaza y a ellos mismos los dolores de un parto impostor.
Para el cine y la televisión se han realizado grandes adaptaciones de obras clásicas de la Literatura, acomodadas, a veces, a contextos históricos, temáticos o ambientales radicalmente diferentes a los planteados por el autor primigenio, porque el adaptador supo conservar todas y cada una de aquellas propiedades que constituían la naturaleza de la producción primitiva. En «Mucho ruido y pocas nueces» (1993) y «Hamlet» (1996), Kenneth Branagh honró a William Shakespeare, fagocitándolo consecuentemente en su «Enrique V» (1989), como hiciera más tarde, y cambiando de tercio, con su «Frankenstein de Mary Shelley» (1994). Siguiendo con Shakespeare, el largometraje de Ralph Fiennes «Coriolanus» (2011) no se me antoja descabellado, pese a no alcanzar la académica fidelidad de «El mercader de Venecia» de Michael Radford (2004), con un soberbio Al Pacino en el papel de Shylock. También el Sherlock Holmes ajustado al presente siglo, construido por los británicos Mark Gatiss y Steven Moffat para la BBC, en la serie «Sherlock», es un brillante ejemplo de adaptación del clásico de sir Arthur Conan Doyle, quizá por el impulso y magisterio interpretativo de Benedict Cumberbatch y Martin Freeman; aunque no sería justo desmerecer el devoto boceto de Gatiss y Moffat para la producción, con un Holmes ególatra, adicto, activo, pedante, curioso, un genio sobrecualificado y minucioso, amigo, a su extravagante modo, de sus amigos. Más verídico fue el Sherlock Holmes creado por Michael Cox y con Jeremy Brett y David Burke encabezando el reparto, por la probidad del entorno y la diligencia del elenco; incluso en el excesivamente extrovertido Holmes de Guy Ritchie, con Robert Downey Jr. y Jude Law, las líneas, actitudes y aptitudes del personaje son evidentes. Todavía no he visto, sin embargo, una adaptación de significativa relevancia de «Los tres mosqueteros», a costa de ofender a los defensores de la obra filmográfica de 1948, rodada por George Sidney para Metro-Goldwyn-Mayer.
Ya lo he tecleado en alguna ocasión, y no puedo dejar de insistir ahora, pues, si de adaptaciones literarias se trata, me toca especialmente la fibra sensible el Hecule Poirot de Agatha Christie. Con él se han cometido verdaderas aberraciones, últimamente, el citado Kenneth Branagh ha presentado, en su «Asesinato en el Orient Express» (2017), un inverosímil Poirot que sale a la carrera en persecución de un sospechoso. Igualmente, el Poirot guionizado por Sarah Phelps para la miniserie de la BBC «El misterio de la guía de ferrocarriles» (2018): un apócrifo policía belga que oculta su condición sacerdotal para huir de la vergüenza y el estigma; un detective olvidado que, en sus buenos tiempos, organizaba juegos sobre misteriosos asesinatos, a fin de amenizar las veladas nocturnas de una alta sociedad con mucho dinero y poca decencia. Un Poirot, en ambos casos (¡no entremos en la altura, el físico!), improbable e inadmisible, insólito y escandaloso. Un Poirot intolerable. Sin menospreciar la caracterización de Albert Finney para la versión de 1974 de «Asesinato en el Orient Express», un Poirot muy alejado del encarnado por un excepcional David Suchet para la serie «Agatha Christie: Poirot» (1989-2013), cuyo episodio «Cinco cerditos» (2003), dirigido por Paul Unwin, a partir de un guión del dramaturgo Kevin Elyot, es, sencillamente, apoteósico, sublime; por el desarrollo argumental y narrativo, por la puesta en escena, por la cuidada fotografía y por los notables planos, demandados, muchos de ellos, por la subjetividad. Repetiría Elyot un año después con «Muerte en el Nilo», y se recompensaría su admirable labor, al serle reservado «Telón» (2013): el cierre de una meritoria adaptación.
Lo cortés no quita lo valiente, conste por delante. Por eso, lo mismo que soy el primero en condenar la idiosincrasia colonialista y corsaria, o más bien pirata, de la pérfida Albión, lo soy para alabar, aplaudir y reverenciar, descubierto de sombrero, la clase o altura de un pueblo para denigrar, ofender o desacreditar con caballeroso estilo y regio porte, cada vez que lo tiene a bien. Incluyendo a sus propios ciudadanos, es decir, obrando reflexivamente.
Este particular modo de conducta provoca que, mientras no se conoce nación o terruño que no odie a un gabacho, con sus aires envarados, su boquita de «petit-suisse» y su arrojo de lechuguino infame; el pirata inglés, con su sutil impronta, su humor clasista, su socialización gregaria y su jubilación mediterránea (pagando el rayo de sol a precio de oro, y con gusto), sea recibido con honores allá por donde vaya; aunque allá donde vaya lo haga para envenenar la cultura autóctona, o fagocitarla, extendiendo su civilización de estreñido refinamiento sobre la decadente estampa nativa, cual alfombra de chapapote sobre virginal playa.
Y ya he desvariado el tema… Tecleaba sobre la elevada categoría británica para ultrajar o desautorizar con mucho donaire y gesto ampuloso, como si realmente estuviera haciendo un favor a la humanidad, como si interviniera ante un mundo necesitado de su liderazgo y vanguardia. Se observa fácilmente en todo el asunto del Brexit, cómo la caterva política corrige a la soberanía popular, la cual, aborregada o listilla (a veces la línea de separación es membranácea), continúa siendo la portadora del poder supremo del Estado, o debería continuar siéndolo.
Se percibe también en los Premios BAFTA, que anualmente entrega la Academia de Cine Británica. Porque hay que tener mucha clase para distinguir, entre las categorías premiadas, la Mejor Película y la Mejor Película Británica. Cierto que son unos premios internacionales, abiertos a todas las nacionalidades, pero no es menos cierto que tal compromiso no deja de ser una apariencia que enmascara ese ánimo detractor o difamatorio que conduce a la incorporación de una tercera categoría en el ramo: Mejor Película de Habla No Inglesa. Si los premios están abiertos a todas las nacionalidades, categoría a mejor película sólo puede haber una, o, como si de una Inmortal se tratara, sólo puede quedar una. Lo demás es una absurda consolación a modo de plata y broce, piruletas para niños pequeños que berrean, envidiosos del pastel del niño rico. Casi como, en España, el esperpento del director, el actor y la actriz noveles; porque, aun siendo su primer trabajo cinematográfico, ese novel puede haber realizado una obra o una interpretación mil veces mejor que los galardonados con el premio ordinario, que los veteranos.
El estilo británico, con aquel binomio Mejor Película/Mejor Película Británica, permite, abigarrado de laureles, envuelto por el sonido de los bombos y timbales, deslumbrado por luces multicolores y nimbado de boato, otorgar el premio a la mejor película británica con un par de palmaditas en la espalda, plas, plas, oye que la peli está fetén, muy guay y tal… en plan limitado, intrafronterizo, claro, entre nosotros, para el Reino Unido, bajo régimen nepotista o endogámico… Puestos ya a nivel mundial… Uf, va a ser que no… Está bien, o sea, no es la mejor del mundo… pero no está mal. Y lo suelta adornando el escenario con toda la fanfarria y parafernalia del momento: vestidos de luces, pajaritas, cenas de postín, sobres lacrados, «and the winner is»… y demás. Circunstancia que, en consecuencia, nos guía hacia una cuestión de relevancia: ¿Acaso la mejor película del mundo no lo es también del Reino Unido? ¿No forma parte del mundo el Reino Unido? Evidentemente, no… Están ellos y el resto del planeta. Siempre fue así, de hecho. El continente, aislado, y eso…
De vuelta a la patria peninsular, la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España podría aprender mucho del estilo inglés, de cara a la entrega anual de sus premios, conocidos como Premios Goya, e instaurar, va siendo hora, dada su naturaleza chovinista o carpetovetónica, un premio a la Mejor Película y otro premio a la Mejor Película de Verdad, y dejarse, con ello, de desmerecer grandiosas películas de nuestro cine, que bastante desdén sufren excluyéndolas de las propuestas para los Óscar.
Este año no ha sido una excepción. Sin restar un ápice de valor al largometraje «Campeones», el cual me parece una bellísima y entrañable película, muy meritoria, y no sólo por el tesón y el buen hacer de sus magníficos protagonistas; «El Reino» no es únicamente una excelente película, es una obra maestra que brilla en todos y cada uno de los elementos que la componen. Desde la extrema destreza y autoridad de Antonio de la Torre, hasta la deliciosa cadencia de sus secuencias; el guión, la fotografía, la música… La mejor película de verdad, en fin.
No tiene pinta de mejorar la cosa. Quiero decir que esto va a peor. Es un narcisismo exacerbado, un egocentrismo truculento y una retorcida catarsis individualista que entristece a la par que sulfura. Un motivo más para minorar el crédito de la especie humana. Se supone, sólo se supone, que somos animales políticos: necesitamos vivir en sociedad. Y, paradójicamente, este vivir en sociedad entra en conflicto con las cualidades egoístas antes tecleadas, o, mejor, esa naturaleza gregaria es el perfecto catalizador de estas conductas de autónoma rebeldía que persiguen el puro protagonismo, el centro de la atención del conjunto de la masa humana.
Hace ya unos cuantos años, esta casa publicó mi artículo «Dolor y medios». Escrito a raíz del infausto accidente ferroviario acaecido en Galicia, agradecía las próvidas y francas muestras de los lugareños que acudieron raudos al socorro de las víctimas: «También esta España, a menudo mezquina y siempre cainita, es capaz de gestos nobles y altruistas que nos reconcilian y nos demuestran que, frente a nuestra natural condición individual, la fuerza y el éxito se aseguran cuando actuamos como colectividad. Las muestras de solidaridad, el incontenible despliegue de auxilio y los múltiples ofrecimientos desinteresados mueven al orgullo y condonan a una sociedad tendente al revanchismo. […] la entereza, disposición y generosidad de nuestros conciudadanos es digna de reconocer».
Pero, de consuno con una merecida crítica a puntuales comportamientos periodísticos, también reservaba un pequeño espacio a condenar lo que ya por entonces comenzaba a ser una ordinaria y desagradable práctica, consistente en echar mano del teléfono móvil en mitad de la catástrofe y empezar a grabar o fotografiar para ser el primero en difundirlo por el mundo, adquiriendo, con tan ruin proceder, la oportuna notoriedad. Después, el asunto fue degenerando: aparecieron las autofotos de los gilipollas colgados de los voladizos de los rascacielos o los vídeos de los imbéciles retándose a superar las más rocambolescas formas de atentado reflexivo contra la integridad física; todo por un efímero minuto de gloria. Que es lo importante: la gloria, aunque se compute en segundos.
Volví, por enésima vez, a cavilar sobre el tema cuando, a principios de año, la fatal explosión de gas en una panadería parisiense segó la vida, entre otras, de una ciudadana española que pasaba el fin de semana en la capital francesa con su marido, disfrutando de un romántico regalo. Terminaba de vestirse junto a la ventana de su hotel en el momento de la explosión, la cual arrancó el marco, golpeándola en la cabeza. Me quedé con el fatídico y duro relato del padre, publicado pasados dos días en el periódico «El País». Cómo el marido gritó «¡ayuda!» a través del deforme hueco dejado en la pared de la habitación. Cómo, desesperado, ignorando qué más podía hacer, tomó a su mujer en brazos y corrió escaleras abajo en busca de socorro, sin que nadie acudiera al auxilio, pues «Todo el mundo estaba con los móviles grabando y nadie les socorrió, hasta que a mi yerno se la quitó de los brazos un bombero, que le hizo un masaje cardíaco hasta que llegó la ambulancia», declaró el afligido padre de la víctima al medio de comunicación. «La trasladaron al Hospital Universitario de París, donde se certificó su muerte horas después», añadió la periodista.
Nos consternó, casi tanto como la imagen de aquel marido cargando, impotente, con el cuerpo malherido de su esposa, la fría actitud de los testigos, únicamente preocupados por lograr el mejor encuadre de la escena. Una consternación transitoria, la verdad, fugaz. Suficiente para rotular un título para la noticia informativa de un nivel lacrimógeno adecuado para captar al lector, escuchante o televidente.
Los que aguardan la venida del tsunami, la lava del volcán, el derrumbe del terremoto, esperanzados en capturar una secuencia inaudita de planos e introducirla en su red social para la difusión, al igual que quienes directamente ruedan el retablo del siniestro o la hecatombe en vez de asistir a los accidentados o necesitados, o lo hacen con una mano mientras la otra sostiene el teléfono, o, simplemente, miran la vida por medio de los fotogramas generados por la cámara del móvil son el mismo ejemplo de decadencia humana. De ese sesgo de anhelante notoriedad que impregna nuestra condición, con un mayor declive en los últimos tiempos.
Agota, ciertamente, esa insana obsesión por la fama, esa dependencia del número de seguidores; la arrogancia de creer que a los demás les importa un carajo tu vida, la perturbadora compulsión a arriesgar el pellejo estúpidamente, la rastrera priorización del reportaje gráfico frente al amparo a los damnificados o violentados, la artificiosa experimentación transversal de la pantalla… Y lo malo es que, pese a lo reprochable de tales hábitos, se continúa premiándolos, sumando seguidores y cotillas, admiradores del riesgo y nefastos refrendarios del arte de divulgar el infortunio.
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