50 AÑOS CON PIPO: 1. Contexto, por Pepe Morales
En Lucena, Andalucía y España, la vida, fría y gris, transcurría entre la fatiga del trabajo y distracciones a las que no todo el mundo podía acceder. Al caer la tarde, las jornadas entre semana se sucedían monótonas y lentas como el clamor (o toque de finados) de las campanas de la iglesia. En las tabernas, los parroquianos alargaban los vasos de vino toda la velada entre las cuarenta en bastos y el seis doble golpeando el mármol desgastado de las mesas, con los “discos dedicados” de la radio de fondo, a la espera del milagro improbable de que alguien convidara a una ronda. Los jóvenes jugaban al billar o al futbolín en el local de Güito, entre mirones ociosos, echaban partidas de pinball o disparaban a naves invasoras blancas en una pantalla negra, también entre los mirones de un bar cualquiera. Ser mirón era un entretenimiento. Algunos miércoles, en la Plaza Nueva, forasteros con moto campera y paisanos curiosos acudían al Palacio Erisana a ver revistas de varietés. Las mujeres, en casa, cosían o preparaban la cena; algunas rezaban para que su hombre no volviera de madrugada borracho y con la mano dispuesta a repartir hostias.
Propietarios de negocios, funcionarios y gente de posibles ocupaban los veladores entoldados del bar Regio o del Rafael y distraían algunas tardes comiendo flamenquines y calamares a la vista de empleados, subalternos y parados que paseaban del Ayuntamiento a la Parroquia y viceversa con dos reales de pipas en un cucurucho de papel de estraza. Las élites, terratenientes, bodegueros y ricos de cuna, jugaban fuerte al póquer, al mus o al backgammon en el “casino de los señores” donde consumían licores y combinados bajo la humareda de los Montecristo, Partagás, Don Álvaro y Winston de contrabando. En tan exclusivo lugar, las habladurías favoritas versaban sobre tratos, cacerías, corridas de toros, amoríos adúlteros de los ausentes y augurios inquietantes sobre una España sin Franco.
El pueblo ofrecía a la juventud controladas distracciones adoctrinadoras en la O.J.E. o la Legión de María y el descontrol llegado con los primeros pubs, las primeras discotecas (50 años cumple La Manzana de Jacinto), los Beatles, los Rollings, las melenas, las minifaldas y la ansiada y temida Libertad. Los desmadres colectivos se concentraban en el cotillón de nochevieja, los trasnoches de semana santa, las ferias y poco más, recurriendo a guateques en bares permisivos, cocheras con precaria iluminación y un par de salones parroquiales de obligada castidad como alternativas para el resto del año. Con los primeros cigarrillos clandestinos, se cataban los primeros porros ilegales envueltos en aroma de leyenda como las míticas películas de Perpignan. Había camellos especializados en hachís, otros en revistas porno extranjeras y otros que compraban condones en Cabra, como forma de preservar el anonimato, que revendían en el patio del instituto o en las penumbras del Coso y el Paseo de Rojas.
Pasaban los días, las semanas, los meses, los años… de una generación tras otra, a la espera de algo que las liberara del yugo de miedo y silencio soportado desde la Guerra, algo achacado por la juventud de entonces al chocheo de padres y abuelos, aunque eran muchos los que referían episodios de familiares pasados por las armas, encarcelados o que habían probado el aceite de ricino con la cabeza rapada. Algunos tenían familia o vecinos en el extranjero –Francia, Alemania, Suiza…– en lo que se llamaba emigración porque la palabra exilio había sido exiliada para describir la cruda realidad. El profesorado, a menudo con el único mérito de la adicción al régimen, se vio sorprendido por la llegada de jóvenes docentes que proponían ideas y pedagogías que cuestionaban la vetusta rigidez adoctrinadora de la Formación del Espíritu Nacional, el Hogar y la Religión, contenidos transversales en las demás asignaturas.
El 20 de noviembre de 1975 ocurrió algo esperado y temido desde hacía meses: murió el dictador. El nerviosismo doméstico, angustia en muchos hogares, fue el primero en dar cuenta de la noticia. En el instituto, el nerviosismo académico fue subrayado por la aparición de carteles en pasillos y aulas con el último mensaje de Franco y el primero del Rey, una transición de birlibirloque. En los kioskos, el nerviosismo popular agotó la prensa cuyas portadas mostraban el nerviosismo mediático, al igual que las radios, transistores y televisores en todos los rincones del pueblo. Las campanas tocaron a duelo en las iglesias, las banderas se colocaron a media asta en el Ayuntamiento, colegios, cuartelillos y todos los edificios donde era habitual, por obligada, su presencia. Durante unos días, se apoderó del pueblo un runrún nervioso que se fue disipando poco a poco para dar paso a la euforia contenida de las clases populares y a cierta tensión contenida de las élites. La magnitud del suceso dejó en segundo plano todo lo demás.
[Continuará]
Pepe Morales
