La tradición, por Julián Valle Rivas

convento san rafael capuchinas cordobaBuscando información relacionada con un tema que no viene ahora a cuento, me topé con una noticia publicada a finales de la pasada primavera. En ella se informaba acerca de los problemas de filtraciones y humedades en un convento cordobés y su iglesia adyacente, que obligaban a llevar a cabo obras de reparación y restauración. Las religiosas que habitaban el convento habían invitado al periodista a acceder al edificio y recorrerlo, señalando las zonas afectadas.

 

    La Madre Abadesa puso de manifiesto la urgencia y pedía ayuda a la población, pues su principal fuente de ingresos radicaba en la elaboración artesanal y venta de roscos y magdalenas, régimen laboral con el cual no les era posible sumar los poco más de diecisiete mil euros necesarios para la obra proyectada. Ni siquiera la donación de productos típicos de festividades, días de precepto o santorales destacados del calendario, a cambio de la voluntad, suplían la escasez presupuestaria. En este punto, se quejaban las reverendas madres de que, para el 14 de junio, todavía disponían de existencias de panes de San Antonio, que no habían visto salida el día anterior, de manera que, a modo de triste llamada de atención hacia los feligreses, las monjas se preguntaban: «¿No conocen la tradición, hermanos?».

 


    Esta pregunta, lanzamiento desesperado a un aire agreste e inmisericorde, a la vez cálida, a la vez tierna y a la vez bendita, como el pan olvidado por los parroquianos en los mostradores del convento; esta pregunta sin atisbo de reproche, como la de una madre benevolente hacia unos hijos revoltosos; esta pregunta resignada, como el cristiano que sufre los avatares de la vida; esta pregunta, simple y compleja, al tiempo, me provocó una sonrisa.

 


    No fue una sonrisa sanguinolenta, sobrecargada de satisfacción, ni una sonrisa alegre de exagerada celebración por los malos momentos que atravesaban, con soledad y sumisión, las pobres monjas del convento cordobés. Fue una sonrisa desplegada por la entrañable ingenuidad de unas mujeres que, por condición, misticismo o adhesión, todavía no habían perdido, posiblemente no perderán jamás, su confianza y su amor hacia una humanidad creada a imagen y semejanza de Dios. Y sin embargo, el problema padecido por las religiosas cordobesas radica, precisamente, en la naturaleza humana. O en la naturaleza misma de la tradición, más bien.

 


    Ante todo, es justo reconocer el mérito de la labor de las monjas de la congregación que residen en el convento y, en general, de la comunidad religiosa, sean laicas o investidas con el hábito talar, incluido el mundo, universo, teclearía yo, cofrade. No en lo que al aspecto espiritual se refiere, o no sólo, aunque tan importante es la calidad y salud del cuerpo como la del alma, y en esta vida, sano es el creer en algo que permita hacerla soportable o tolerable; de forma que tanto puede valer creer en un libro, una composición musical, una ecuación matemática, un par de ojos brillantes como estrellas o un dios omnisciente y omnipotente, fuera cual fuera. Porque el ser humano es carne y es consciencia, y entre lo uno y lo otro (si bien lo otro se halla ausente en múltiples ocasiones), desde los inicios de la especie así se ha considerado, se percibe un componente, cual argamasa visceral, que transciende la materia y la lógica, hasta copar un espacio preternatural.

 


    De vuelta al justo reconocimiento del mérito, al margen, entonces, del ámbito espiritual, cierto es que no hay quien sea capaz de abstraerse del arte santificado con los dones de la belleza. Obras con siglos de existencia perduran en nuestra época, para goce y disfrute común: literatura, pintura, escultura, arquitectura; parte de ellas, por caprichos o designios del destino, de temática religiosa. De ahí que tranquilice saber que se suceden las personas que con el debido cariño y respeto se preocupan por que generaciones presentes y futuras puedan continuar admirando estas irreemplazables obras, las cuales quedarían abocadas al abandono, la indiferencia y la destrucción. Y en esa actividad de conservación y cuidado, dentro de nuestras posibilidades, todos habríamos de contribuir. También con donaciones en los periodos otorgados por la tradición.

 


    Pero la tradición, por definición, es, curiosa e igualmente, obra humana, costumbre legada de padres a hijos; por ende, sujeta a las fluctuaciones del ánimo humano. La sociedad evoluciona, para lo bueno y lo malo. Lo que hoy considera atesorada tradición a perpetuar, mañana termina convirtiéndose en desdeñable práctica a proscribir. Perezoso acto de interesado desapego, por superfluo, hacia el que ya no se siente atracción ni identificación alguna, y en consecuencia, tampoco responsabilidad para con su ejecución. Para que un suceso adquiera la condición de tradición, se requiere de un proceso lento y seguro. Requisito idéntico en el trámite inverso. Diariamente, atestiguamos cómo los jóvenes de la sociedad se desentienden de las tradiciones, irrelevantes para ellos, que sus padres y abuelos celebraban con emoción y afecto. Cómo las tradiciones desaparecen al ritmo que surgieron. Y, aun en perjuicio de las pobres monjas cordobesas y de la humanidad, seguirán desapareciendo… Salvo que se trate de verbenas, jolgorios y jaranas varias, claro, que a estos idolatrados eventos siempre habrá ganas de apuntarse.


Julián Valle Rivas

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