EL DOBLE, por Julián Valle Rivas

dobles lucenaPues resulta que tengo un doble pululando por la zona. Y no se trata del doble mental de Dostoyevski ni del doble teórico de Spinoza o Schopenhauer ni del doble robótico de Ibáñez Serrador (¡a partir del relato de Ray Bradbury!), ni siquiera de Danny DeVito, notorio aunque desconocido (al menos, durante unos años) gemelo de Arnold Schwarzenegger. Me refiero a un doble real, de esos que, por abracadabrante capricho combinatorio genético, dicen que cualquiera de nosotros puede toparse transitando por el mundo. De esos que, al enfrentarte a él, cual cruda certeza de tu amargo reflejo, corres el riesgo de entrar en choque.

 


    Me llegó la primera noticia de su existencia hace muchos lustros, cuando deambulando por un centro comercial de la ciudad, más atento a quemar minutos que a malgastar dinero, un dependiente se me acercó sorprendido por mi extraordinario parecido con un amigo suyo. En aquel momento no le di demasiada importancia, al margen de la mera curiosidad, pues las apreciaciones físicas no dejan de ser determinaciones subjetivas que no sólo varían según el observador, sino que fluctúan en el mismo según su estado de ánimo o la natural evolución humana. Y quizá mi sorpresa fuera mayor que la del cordial dependiente, al descubrir con tristeza que un careto como el mío podía replicarse con tamaña facilidad, cual psicodélica plaga invasora.

 


    El caso es que ahí quedó el tema, hasta que un tiempo después (y no demasiado) familiares muy cercanos, de aquéllos que me vieron nacer y crecer, me afearon el pasearme por las calles de la mano de una señorita morena, sin mostrar interés alguno en presentarla formalmente a la familia. Por mucho que negué la escena, y ciertamente no andaba yo entonces con ninguna joven morena, los susodichos familiares no creyeron mis argumentaciones, las cuales tacharon de infames excusas, orientadas a eludir el compromiso de la presentación debida, como un vil descastado carente de educación o respeto. Porque, sin duda, el suertudo que rondaba por el municipio tan ricamente acompañado era yo, como apodíctica era la Santísima Trinidad o la Inmaculada Concepción de María… Y que, por supuesto, ninguna de las peregrinas explicaciones que yo pudiera o quisiera endosarles con sibilina imaginación tendría entidad suficiente como para contrarrestar la fuerza demostrativa de sus infalibles ojos.

 


    Amén de desvirtuar mi confianza en el valor probatorio de los testigos de cargo, apiadándome de quienes fueron condenados por la candidez de una declaración errónea, la aparente seguridad de la aseveración familiar incrementó mi intriga, puesto que catalizó mi avidez por conocer al personaje, a la par que plantó la semilla de la preocupación. Para trastornar de tal modo la convicción de familiares cercanos, no se reducía el asunto a una evidente semejanza entre los feos caretos, la trama implicaba el aspecto general, como podía ser altura, corpulencia, corte de pelo o afeitado de barba. Y claro, rondando a lo largo del municipio, las repercusiones de las actuaciones realizadas por uno u otro, la manera en la que afectarían a terceros comprometidos por el despiste del parecido (¡identidad!), resultaban, cuando menos, ilustración delicada.

 


    Transcurrieron los años y una amiga, quien, esta vez sí, consiguió distinguirnos, me advirtió de la asombrosa similitud del otro con el que se había cruzado recientemente. Desde aquel instante, han sido varias las personas, anónimas para mí, que me han saludado con entusiasmo, como si nos conociésemos de toda la vida, y a quienes, quizá por resignación, por dejadez, por costumbre o por cortesía, les he devuelto el saludo con igual calor. Por ejemplo, he ido en habitual carrera, ensimismado en mis cuitas, cuando alguien en sentido contrario me ha lanzado efusivos ánimos, recordándome que nos veríamos horas después. También me he hallado en la situación de ir caminando tranquilamente, de nuevo abstraído en mis paranoias, cuando una pareja me ha rebasado y, fijándose en mí, me ha preguntado, con amable confianza y cotidianeidad, cómo me encontraba, deseándome que siguiera bien. Posiblemente, en muchas, o en todas, de aquellas ocasiones, debí corregir a los interlocutores que, confundidos, creyeron dirigirse a otra persona. Habría sido lo honesto, lo correcto. Sin embargo, no siempre obramos consciente o adecuadamente, ni reaccionamos como habría sido lo obligado. Y no hay razón alguna que defienda el comportamiento, simplemente, dejamos que ocurra. Por fortuna, todavía no he sufrido la tribulación de llevarme un revés a mano vuelta, lo que, en parte, se antoja consolador, y revela el conjunto atisbos de dignidad en mi espejo.

 


    Poca información adicional he recibido en relación con mi doble, salvo que, presumo, tiene nombre de monarca. Pero supondría una experiencia fascinante el conocerlo personalmente. Comprobar en primera persona el perfil de sus rasgos, las muecas de su conducta, la sintonía de su estilo. Acreditar la precisión de aquella tradicional máxima que garantiza, ya lo aludía líneas arriba, que todos tenemos un doble compartiendo época en este mundo.


Julián Valle Rivas

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