Saga Bond: Pierce Brosnan (II), por Julián Valle Rivas

el mañana nunca muerte james bondEse punto y seguido para la humanidad que fue Internet orillaba la cotidianeidad social, humedeciendo los albores de un nuevo periodo histórico. Los satélites dominaban la circunnavegación espacial y la era de la información había revolucionado las transmisiones. Los medios de comunicación, como cuarto poder, se muscularon inflamando sus venas con una miríada de datos que transitaban entre paralelos y meridianos en milésimas de segundos. La mitad de los años noventa era para ellos el preludio de una fagocitación inminente de los tres poderes estatales… Qué lejos estaban de prever que aquella arma internáutica se convertiría, a la postre, en su perdición. Que cualquier mindundi de tres al cuarto podría emitir la información en tiempo real, sirviéndose de un mero aparatito telefónico. Que cualquier cantamañanas con un ordenador a su disposición podría crean su propia página de contenidos, incluidos los informativos. Que los ciudadanos podrían continuar sosteniendo su nivel de borreguismo sin necesidad de pagar por ello.


    También el cine debía hacerse eco de tan intrigante y apasionante paisaje, y evolucionar y revolucionar como lo hacían los medios de comunicación; no en vano, «Matrix» (Andy y Larry Wachowski, 1999; Lilly y Lana, después) estaba al caer. La saga Bond, sello de actualización a la realidad de su época, cual cronista de inspiración idólatra, no iba a dejar pasar la oportunidad de ambientar su nueva entrega en aquella marabunta de las transmisiones informativas… Y Pierce Brosnan, desde luego, protagonizaría la historia.


    Se mantuvo la confianza en Bruce Feirstein, para que, en solitario, desarrollara un nuevo guión original a partir de tales premisas. Pese a su éxito anterior, la decimoctava entrega sería dirigida por el canadiense Roger Spottiswoode, un veterano profesional que se había curtido en el oficio durante los años setenta como editor (aprendiéndolo como asistente de edición en los sesenta) de títulos tales como «Perros de paja» (Sam Peckinpah, 1971), «La huida» (Sam Peckinpah, 1972, como consultor), «El jugador» (Karel Reisz, 1974) o «El luchador» (Walter Hill, 1975); que participó en el novedoso guión de «Límite: 48 horas» (Walter Hill, 1982); y que se ganó el respeto como director en filmes como «Bajo el fuego» (1983), «El último hombre inocente» (1987, para televisión) o «En el filo de la duda» (1993). Pocas producciones modernas o contemporáneas (o ninguna) han sabido reconocer el mérito de la segunda unidad. Nunca se ha expuesto el menosprecio en la saga Bond, que no se ha olvidado de sobreimpresionar los nombres de sus directores en los créditos iniciales o de apertura. La encomiable labor de Vic Armstrong en el largometraje se refleja soberanamente en las variadas escenas de acción que, en solitario o en comandita con Spottiswoode, crea y dirige. Con Peter Lamont embarcado (y discúlpeseme el simplón juego de palabras) en esa mastodóntica empresa que fue «Titanic» (James Cameron, 1997), se contrató al experimentado decano Allan Cameron para el diseño de producción. Un maestro como Robert Elswit (recomiendo un vistazo a su filmografía y encarecidamente su último trabajo en la espléndida miniserie «Ripley» —Steven Zaillian, 2024—), regaló al espectador planos sublimes, como director de fotografía. Igual de plausible, la edición del dueto Michel Arcand y Dominique Fortin. Las miniaturas eran patrimonio de John Richardson, quien no decepcionó con los barcos y la nave antirradar a escala 1:8, fabricados para la película, cuyas secuencias fueron rodadas en el estanque de la bahía de Rosarito (México), el más grande del mundo, construido, claro, para «Titanic». BJ Worth, como de costumbre, se ocupó del estupendo salto en caída libre de cuatro kilómetros, para el cual no podría desplegar el paracaídas hasta que no restaran sesenta metros. El especialista francés Jean-Pierre Goy fue el encargado de conducir la moto para la secuencia de acción en la ciudad asiática, la cual incluyó un salto entre edificios sobre un helicóptero en vuelo. Se levantó una rampa de treinta metros, debiendo alcanzar el piloto una velocidad de ochenta kilómetros por hora para el salto y aterrizar en una montaña de tres pisos de cajas de cartón, montadas tras la fachada del edificio, que amortiguaron el literal aterrizaje. El espíritu de la saga venera el trabajo manual o artesanal frente al digital, lo que supuso que esto último apenas se limitara a las hélices del helicóptero, para las escenas de riesgo, a la ampliación de fondos en la desescalada con el cartel del rascacielos o a la composición de la secuencia submarina; pues, por ejemplo, para la persecución en el garaje, dispusieron de hasta diecisiete vehículos. En el apartado musical, un cuasi bisoño David Arnold, que ya se había responsabilizado de obras como las de Roland Emmerich, «Stargate» (1994) e «Independence Day» (1996), ejecutó una banda sonora notable, que conjugó a la perfección la naturaleza de cada secuencia; y Sheryl Crow deleitó con una más que interesante canción principal.


    El elenco, en su núcleo de secundarios, invariable, con Judi Dench, Samantha Bond, Desmond Llewelyn y Joe Don Baker. Teri Hatcher, debutante en la gran pantalla con ese brutal entretenimiento que es «Tango y Cash» (Andrei Konchalovsky, 1989), había participado en algunos largometrajes menores, pero, en verdad, era famosa por su protagonismo en la serie de televisión «Lois & Clark» (1993-1997). Michelle Yeoh, estrella del cine asiático, con más de diez años en la profesión, especializada en películas de acción, aprovechó, sin duda, la oportunidad que se le brindó. Jonathan Pryce, incuestionable secundario del cine, brillante y profesional, se declaró encantando por interpretar a un villano del carácter de Elliot Carver, tan distanciado de los ordinarios de las películas de acción de los noventa, a los que no podría haberse ajustado. El imponente físico del alemán Götz Otto encajaba a la perfección con el típico secuaz de campo de la saga. Ricky Jay era un popular mago que aparecía con frecuencia en las películas de David Mamet; por hacer la gracia, se rodó una escena que incorporaba un truco de magia con cartas, la cual hubo de excluirse del montaje final. Apunte curioso, la aparición como Ministro de Defensa del guionista, noble y demás Julian Fellowes, a cuya biografía me remito.


    Y, con el homenaje al inolvidable Albert R. Broccoli, eterno propietario de Eon Productions, se estrenó, en 1997, «El mañana nunca muere».


    En la frontera rusa prolifera el menudeo ilegal de armas. Durante una operación conjunta del MI6 y la Marina Real Británica, con la colaboración del ejército ruso y retransmisión en directo, sobre un mercado negro, el terrorista Henry Gupta (Ricky Jay) se delata. Acaba de adquirir un decodificador satelital estadounidense robado, haciendo procedente la inmediata destrucción del bazar criminal por vía sumarísima, por lo que el almirante Roebuck (Geoffrey Palmer) ordena a la fragata HMS Chester el lanzamiento de un misil, pese a las protestas de M (Judi Dench) acerca de la presencia en el lugar de su agente espía, que, no siendo competencia de la Marina, puede ir apañándoselas buenamente. Entre dimes y diretes, misil lanzado y cuenta atrás para impacto, el agente en cuestión enfoca un avión a reacción con armamento atómico. Las consecuencias, ahora (esa explosión del material atómico), excederían de lo previsto. Con el misil fuera del alcance de la señal de autodestrucción emitida por la fragata, no queda sino procurar retirar el elemento nuclear de la ecuación. Allá que va, entonces, el agente espía, que no es otro que James Bond, 007, abriéndose paso, a base de hostiar y ametrallar a los malos, hasta el avión; deja inconsciente al copiloto y despega justo en el instante en el que el misil impacta en el objetivo, hasta el punto de que mana de la cortina de fuego arrasador generada, cual ave fénix regenerada, para desahogo de la sala de control británica. Ah, Bond todavía no está a salvo. Un avión gemelo ha conseguido despegar tras él y el copiloto ha despertado y trata de ahorcarlo con un cable. Pilotando con las rodillas, 007 esquiva y contiene los ataques enemigos, se coloca bajo el avión contrario y eyecta al copiloto que lo atraviesa, matando dos pajarracos de un tiro, nunca mejor dicho, o tecleado. Rebasada la fase liminar, la fragata británica HMS Devonshire navega por las aguas del mar de la China Meridional cuando es hostigada por unos cazas chinos que le acusan de invadir sus aguas nacionales. La tripulación de la fragata comprueba que permanece en ruta internacional. La diferencia de referencias geográficas se ha de culpar a Gupta, que está usando el decodificador para provocar el conflicto. Mientras el incidente se sucede, un barco antirradar perfora con un proyectil la fragata y desintegra un caza de un misilazo; operación que es inspeccionada por Elliot Carver (Jonathan Pryce), magnate de las telecomunicaciones, desde la sede de su grupo de comunicación (CMGN) en Hamburgo. Su objetivo es crear noticias por medio de sucesos desestabilizadores que le permitan ampliar su emporio: «No hay mejor noticia que una mala noticia». El MI6, receloso de los detalles de la exclusiva publicada en el periódico Tomorrow, propiedad del Grupo Carver, obtiene un margen de 48 horas para investigar, antes de que el Ministerio inicie un ataque contra China; además, algún satélite del Grupo parece también implicado. James Bond, interrumpido en mitad de una clase recordatoria de danés, o con la profesora de danés, en Oxford, es convocado para la misión. Su antigua relación con Paris (Teri Hatcher), la esposa de Carver (chivada por Moneypenny —Samantha Bond—), puede serle de provecho, y la ceremonia que Carver ha organizado en Hamburgo para celebrar el lanzamiento de una cadena de noticias, el momento oportuno. Aterriza, pues, 007 en la ciudad alemana, donde Q (Desmond Llewelyn) le surte del nuevo BMW 750iL, customizado como Dios o la Reina manda y dotado de un teléfono de control, adicionado con un reproductor de huellas digitales, un descargador eléctrico y una llave universal. En la fiesta, la tapadera como banquero le durará el habitual par de segundos, aunque suficiente para que la trama lo presente ante Carver, lo acerque a Paris e introduzca a una bella y enigmática mujer china, quien resultará ser la agente Wai Lin (Michelle Yeoh). Los secuaces de Carver, con Stamper (Götz Otto) a la cabeza, intentan, sin éxito, acabar con el agente británico, tentativa de homicidio de la que 007 se venga fastidiándole la fiesta al magnate. Al menos, tras una noche rememorativa de afectos pasados, Paris desvela a Bond la entrada de un sótano secreto, lo que terminará pagando con su vida. Antes, 007 accede con facilidad a la guarida y recupera el decodificador. La salida ya no será tan asequible: una rondadora Wai Lin hace saltar las alarmas. Evolucionada la sección de tiroteo y evasión, de regreso a su habitación de hotel, Bond encuentra el cadáver de Paris. Carver ha contratado los servicios del sicario Dr. Kaufman (Vincent Schiavelli) para asesinar a la pareja y montar un escenario que responsabilice al Agente. El plan se le vuelve a torcer y Bond se libra de la trampa, ejecutando sin piedad a Kaufman. Para deshacerse del equipo de esbirros, empecinado en su coche a fin de recobrar el decodificador, Bond deberá recurrir a sus artilugios y destrozar el BMW, en una impresionante escena de persecución en el interior de un garaje. Apurado por el tiempo, Bond se reúne con el agente de la CIA Jack Wade (Joe Don Baker), quien recibe el decodificador y lo ayuda a adentrarse en las profundidades marinas donde se halla hundido el Devonshire, topándose, a lo largo de la incursión submarina, con la agente Wai Lin y descubriendo que han sustraído un misil nuclear. Al emerger, la pareja es apresada por Stamper, que los conduce hacia la presencia de Carver en las oficinas del Grupo en Saigón (Ho Chi Minh), donde, por supuesto, el villano describe su malévolo plan, que ha contado con la inestimable cooperación del general chino Chang (Philip Kwok). La sin par destreza de los agentes concede a la narración una espectacular secuencia de huida y persecución en moto (BMW 1170 cc, oh casualidad) por las calles saigonenses. Aliados contra Carver y sus infames paniaguados, e informando a sus respectivos gobiernos, rastrean la posible ubicación del barco antirradar, el cual asaltan y plagan de bombas. Wai Lin es capturada y Carver le revela su propósito de disparar el misil nuclear británico contra Pekín, desencadenando una guerra mundial, que permitirá a Chang intermediar en la paz, despejando su camino al poder, y otorgar a Carver los derechos de transmisión en China, como contraprestación. Bond irrumpe en embestida, los agentes revientan la nave, con auxilio externo, y se da muerte a Stamper y Carver muy salvaje y sangrientamente, como corresponde en estas lides. El cierre de la entrega no innova, ataja o bifurca, así que la pareja de agentes disfruta de su ratito romántico, al despiste de los ojos amigos que los buscan.


    Siempre culmino el visionado de «El mañana nunca muere» con el dulzor de la satisfacción acariciando los recovecos de mi paladar y sublimando, de pura comprensión del espacio, por entre las comisuras de mis labios. En práctica equiparación con «GoldenEye» (1995), me ofrece todo lo que necesito que me ofrezca. Un Brosnan prodigioso en su papel de 007: la indolencia, el desafecto, la inteligencia, la belleza, la seducción, la persuasión, la pericia, el talento, la resiliencia…; un genial villano histriónico o comedido, según se requiera; y unas mujeres, personajes e interpretaciones, magníficas, a años luz de las mostradas en las décadas anteriores, si bien, guardando esa perenne belleza. Me deleita cada segundo de metraje entre Bond y Paris, ese reencuentro sensacional, esa frialdad con la que 007 ejecuta a Kaufman, esa despedida del cuerpo inerte de la mujer, cariñosa, aunque ausente de lágrimas. El director de fotografía compone un plano sobresaliente, admirable, con Bond y Paris de pie, cara a cara, cuerpos en contacto, en la habitación del hotel, él acaba de deslizar suavemente su vestido, ella de espaldas, ambos escorados a la derecha de la imagen, envueltos por una luz cálida y tenue. Las escenas de acción con el coche y la moto se englobarían entre las mejorcitas de la saga y, en general, la narrativa se desarrolla con fluidez y solvencia, para una historia de las míticas. Una complaciente aventura de 007, en definitiva… Qué más se puede pedir.


Julián Valle Rivas

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