Saga Bond: Timothy Dalton (I), por Julián Valle Rivas
Era el aniversario de la saga, veinticinco años, y 1987 no podía transcurrir sin una nueva entrega, la número quince, nada menos. La etapa Moore se había cerrado. Sin un sustituto elegido, el trabajo debía ir adelantándose. Richard Maibaum y Michael G. Wilson se pusieron manos a la obra con el guión. Partieron del relato homónimo de Ian Fleming, que rezuma en la primera escena postintroducción, para construir toda una historia. Ignorando todavía qué actor encarnaría al Agente 007, había que moldear un personaje neutro. Sin duda, existía el acuerdo unánime de rebajar la sucesión de chascarrillos hacia el originario periodo Connery, y se rebajaría más… Pero no adelantemos.
Lo primero era lo primero: el actor protagonista. En la famosa prueba de cámara que recreaba la escena del encuentro en la cama del hotel entre James Bond y Tatiana Románova de «Desde Rusia con amor» (1963), Sam Neill contó con el beneplácito general. Sólo Albert R. Broccoli torció el gesto: no terminaba de encajarlo. Pierce Brosnan había encontrado hueco en el rodaje de la temporada de la serie «Remington Steele» (1982-1987) y, durante tres días, participó en pruebas de cámara y ensayos. Entonces, la productora estadounidense lo reclamó y los británicos decidieron esperarlo, sería cosa de unas semanas. Sin embargo, la cosa se alargó, los estadounidenses multiplicaron la programación de rodaje y ampliaron metraje. Parecía que no estaban dispuestos a deshacerse de Brosnan, ni a permitir que compaginara interpretaciones. Broccoli se exasperó y enfadó con el retraso impostado. Brosnan quedó descartado.
Timothy Dalton se había sentado frente a Broccoli y Saltzman allá por 1968, para enfundarse la piel de James Bond en «007 al servicio secreto de su Majestad» (1969). Había destacado en varios largometrajes con solvencia. Además, era un actor serio, responsable y maduro (lo contrario a lo que sería George Lazenby, o sea), al extremo de reconocer ante los productores que, con poco más de veinte años, era demasiado joven para personificar al Agente Bond. Ahora, a las puertas de finalizar el rodaje de «Brenda Starr» (1989) —tanto que salió de uno y entró en el otro con el único paréntesis del viaje entre localizaciones—, aceptó el ofrecimiento. Hombre algo tímido, se sintió abrumado por la insistente atención pública. Quizá por su natural carácter, se aferró a las relecturas de las novelas de Fleming, sugiriendo un perfil más humano, afrontando los comunes conflictos internos y sensaciones de vulnerabilidad; ello, sin olvidar que el día ordinario de un doble cero podía ser su último día, lo que le conferiría una pátina de dureza y frialdad. Maibaum y Wilson matizaron, pues, al protagonista según las ideas de Dalton, repercutiendo en un muy inferior porcentaje de gracietas. Otra cualidad que se vieron obligados a rediseñar fue la imagen de mujeriego del espía. La segunda mitad de los años ochenta reclamaba un concepto más monogámico, más moderado o formal en su relación con las mujeres. La faceta de seductor del personaje sería narcotizada o sumergida en un tanque de bromuro.
Maryam d’Abo acudió, por consejo de Barbara Broccoli, quien comenzó a ejercer como coproductora asociada junto con Tom Pevsner, para participar en una de las pruebas de cámara de los actores llamados a ser 007 en el filme. Al equipo satisfizo tanto su trabajo que no perdió el tiempo en buscar a una actriz protagonista: la tenían encuadrada en cámara. Jeroen Krabbé, entusiasmadísimo con la proposición, se mostró encantando con representar a uno de los villanos. Como Joe Don Baker, quien tampoco se lo pensó dos veces. El exbailarín alemán Andreas Wisniewski poseía el físico adecuado para el papel del asesino Necros. Los cumplidores secundarios John Rhys-Davies y Art Malik eran una apuesta segura. Ineluctablemente, había llegado el turno de sustituir a Lois Maxwell. Caroline Bliss, a sus veinticinco años, procedía del mundillo televisivo, y no hizo ascos al papel de Moneypenny. Robert Brown llegó para quedarse y Desmond Llewelyn era eterno, o inmortal.
El equipo técnico, prácticamente, se conservó en su integridad, garantizando la continuidad, con John Glen en la dirección y Arthur Wooster en la segunda unidad como director y fotógrafo. Sí se recuperó a Alec Mills como director de fotografía, aplicando una paleta de color más apagada o contenida. En el apartado musical, John Barry defendió su feudo y con Paul Waaktaar compuso la canción de los créditos iniciales, pieza ejecutada por la banda noruega A-ha, impropia, según mi opinión, para la saga, al menos, superados los primeros acordes.
Los plazos iban apurados, así que las unidades se dividieron para un rodaje casi a la par. Mientras Dalton hacía acto de presencia y asumía (empecinado) algunas de las escenas de acción, los especialistas aéreos Jake Lombard y BJ Worth había grabado el salto inicial en paracaídas, con la dificultad del viento y el aterrizaje en un terreno tan escarpado como era el del peñón de Gibraltar. Más arriesgada fue la escena de la lucha aérea con la red de carga y el peligroso zarandeo de la misma. John Richardson y su equipo fueron probando modos de destruir el Land Rover del prefacio, puesto que, en el desierto de Mojave, el impacto por caída libre lo transformó en una plancha de diez centímetros. El acantilado del cabo Beachy resultó ser la ubicación idónea para lanzarlo por medio de un cañón de aire con un maniquí con paracaídas controlados por remoto. Sin escatimar escenarios reales (la mansión de Whitaker perteneciente al millonario Malcolm Forbes o el mítico parque de atracciones Prater de «El tercer hombre» —Carol Reed, 1949—, que ilusionó al elenco), el capítulo de maquetas y miniaturas no deja de sorprender. Desde el jeep que abandona el avión hasta las aproximaciones aéreas, pasando por el primer plano del puente afgano y su escala de un cuarto, con agua y rocas auténticos, para la secuencia de su destrucción, o los fondos montañosos para los primeros planos de la pelea aérea con los actores asidos a la red de carga. Ingenioso fue el uso de un camión de mudanzas con su trasera disfrazada de cola del Hércules, para la entrada por la rampa del jeep con el avión en marcha. Y envite chiflado de John Glen, el estuche del chelo en modo trineo (aterradora experiencia para los actores). En el estudio desértico de Ouarzazate, donde se construyó el impresionante aeródromo, fue una celebridad el doctor James D’Orta, primo de Broccoli, con sus pequeñas intervenciones quirúrgicas gratuitas, aunque sufrió el susto de operar, en mitad de dicho entorno, la arteria radial seccionada de un especialista, asistido por Barbara Broccoli. Finalmente, en Pinewood, el equipo recibió la vista del Príncipe Carlos y Diana de Gales, que disfrutaron como niños disparando cohetes (él) y rompiendo botellas (ella) de falso cristal en cabezas ajenas (la de él). La producción de «007: Alta tensión» no pudo tener mejores padrinos.
El MI6 es elegido para intervenir en unas maniobras destinadas a probar la vigilancia y defensa del SAS en una estación de radar ubicada en Gibraltar (sí, tampoco era español en aquellos años). Los agentes 002 (Glyn Baker), 004 (Frederick Warder) y 007 (los primeros planos lo enfocarán de espaldas, tensando la presentación del nuevo rostro) representarán al Servicio Secreto durante el simulacro. 002 es abatido (simulacro) al instante, provocando que el espectador enarque una ceja, al preguntarse quién fue el listo que concedió a tamaño patán el estatus de doble cero. 004, por su parte, es asesinado (realidad) por un infiltrado que le ha lanzado una nota cuyo contenido no es revelado a cámara. Bond, testigo de la muerte, cerciorado de la aleve agresión, trata de dar caza al impostor encaramado al techo del Land Rover cargado de material explosivo con el que huye raudo por los estrechos pasos rocosos del peñón. Incapaz de detenerlo, el asesino morirá al explotar el vehículo mientras cae por un acantilado. 007 salva la vida gracias a su paracaídas, aterrizando en un lujoso yate ocupado, oh bendita casualidad, por una bella mujer sola y aburrida en medio del estrecho, de la que deberá aceptar, como marcan las normas marítimas de cortesía y protocolo y como buen comandante de la Marina Real británica, la insinuante hospitalidad sicalíptica que le brinda. Faltaría más. Dios salve a la Reina, etcétera. Con la misión de asegurar la deserción del general soviético Georgi Koskov (Jeroen Krabbé) dirigida por el agente Saunders (Thomas Wheatley), asiste Bond a un concierto en Bratislava, donde se fija en la chelista. Será ella la que intentará hacer fracasar la deserción actuando como francotiradora durante la salida de Koskov del auditorio, acción interrumpida por Bond con un certero disparo al arma que hiere el brazo de la mujer. Objetivo intencionado, guiado por la intuición de 007, que es recriminado por Saunders. Logran que Koskov traspase las fronteras del bloque soviético introduciéndolo en una cápsula impulsada a presión a través de la tubería de conducción del gas (la edición se podía haber ahorrado unos planos del circuito de la tubería en ángulo de noventa grados que aplastan la credulidad del recorrido de la cápsula de escape). En la sede del MI6, Bond repasa con Q (Desmond Llewelyn) la lista de asesinas soviéticas, sin éxito, cuando Moneypenny (Caroline Bliss) le comunica, entre coqueterías y flirteos mutuos, que ha sido convocado por M (Robert Brown) en la mansión campestre del Servicio, y Bond le pide que investigue a la chelista con discreción. En la pequeñita y acogedora casita de campo, se reúnen con el Ministro de Defensa (Geoffrey Keen) y Koskov, mientras la trama va insertando escenas de cómo un misterioso asesino, Necros (Andreas Wisniewski), allana el recinto rústico. Deserta el soviético a causa del general Leonid Pushkin (John Rhys-Davies), sucesor del general Gogol (ha sido reubicado en Asuntos Exteriores), quien ha activado la orden «Smiert spionom» (Muerte por espía) y entrega la lista de espías británicos (incluye a 007) y estadounidenses a liquidar, lo que degeneraría en una catastrófica guerra nuclear. Disuelta la reunión, irrumpe Necros aniquilando al personal, distrayendo con botellas de leche explosivas y secuestrando a Koskov. Con la muestra de que el mensaje en poder del cadáver de 004 contenía escrito «Smiert spionom», la prioridad es eliminar a Pushkin. Es la misión de 007, quien comparece ante M, aunque duda el Agente, como dudó con la chelista, retracción de la que está informado M, sugiriendo que podría encargársela a 008. No le queda otra, así que visita la sección de Q donde recibe un molonísimo llavero universal con mando a distancia que tanto explota como expulsa un gas aturdidor, en función de la melodía que se silbe. Flipante. Con mayor o menor grado de flipe, el Aston Martin V8 que Bond toma con el (consabido por todos inútil) ruego de Q de devolvérselo intacto. La chelista es Kara Milovy (Maryam d’Abo) y, pese a que las pistas apuntan hacia Tánger, 007 debe viajar antes a Bratislava, a fin de aclarar la implicación de la mujer. Allí se planta el Agente Secreto, con su discreto Aston Martin en territorio satélite soviético (el guión no se detiene en precisar cómo ha cruzado el Canal de la Mancha). Así, descubre que Milovy es una suerte de protegida y/o amante de Koskov, con quien colaboró en teatralizar la falsa deserción, cuyo objetivo no era otro, en principio, que conspirar contra Pushkin. Precisamente, la chelista ha sido detenida por éste durante veinticuatro horas para ser interrogada, por lo que Bond fingirá ser un amigo de Koskov para ganarse su confianza y sacarla del país hasta llegar a Viena entre añagazas al Servicio soviético, artificios del coche tuneado por Q, vaivenes con el chelo, reconversión de su estuche en trineo, autodestrucción fulminante del Aston Martin y cargos a cuenta del MI6. En el ínterin, Pushkin visita en Tánger a Brad Whitaker (Joe Don Baker), un traficante de armas con delirios de grandeza, aficionado a la guerra, para anular un negocio. Ahora Whitaker, compinchado con Koskov y Necros, ocultos en su residencia, es quien les plantea matar a Pushkin, si no lo hace Bond. Se evidencia, pues, que los villanísimos pretendían completar una inmensa venta de armas generando un conflicto bélico con Pushkin como pantalla. La estancia en Viena de la pareja recuperará la trama de Saunders, de quien Bond necesita documentos identificativos de Milovy, para escenificar su asesinato a manos de Necros y dejar el mensaje «Smiert spionom» escrito en un globo que flota liviano por el lugar. Arribados en Tánger, Bond confirma sus sospechas: Pushkin es la víctima de un complot urdido por Koskov y Whitaker, por lo que unirán fuerzas simulando el asesinato de Pushkin a manos de Bond antes de que lo ejecutara Necros. Sin embargo, Milovy, que, engañada, todavía confía en la bondad de Koskov, traiciona a 007 y ambos son apresados para volar hacia una base militar soviética en Afganistán, donde Koskov los aprisiona por la muerte de Pushkin. En el país afgano, Koskov está enredado en el tráfico de drogas (medio de financiación óptimo de sus trapicheos), que paga con diamantes, peligrosa actividad delictiva la del narcotráfico que el Agente Secreto deberá abortar. Para ello, echa mano (era hora) del artilugio de Q, cuya funcionalidad lo libera de sus carceleros y de sus esposas, contando, eso sí, con el inestimable apoyo de Kara Milovy y un preso que resultará ser el líder rebelde Kamran Shah (Art Malik), quien, además, se aliará con la pareja (¡cómo cambiará la historia años después!) y le pondrá a disposición su guerrilla para fastidiar el negocio estupefaciente de Koskov. Mimetizado entre los porteadores de la droga, 007 aloja una bomba en el avión de transporte. Al ser descubierto, arranca una larga escena de acción a lo largo de la base aérea, con disparos, explosiones y persecuciones por doquier. Bond y Milovy despegan el avión sin percatarse de que Necros ha subido en el último momento. La chelista ha accedido por la rampa de carga conduciendo un jeep con una destreza que se significaría inusitada, si no fuera porque, transcurridos unos segundos, se manifiestan sus dotes como piloto, cuando 007 le cede los mandos del avión como si nada para gestionar con vehemencia la desactivación de la bomba. La tarea no será sencilla, con la irrupción salvaje de Necros y la consecuente lucha entre los dos hombres, hasta quedar suspendidos en el aire, asidos con desesperación a la red de carga del avión, que permanece amarrada a su cola. Necros, claro, caerá al vacío. 007 desactiva la bomba, pero, comprobado el apuro que sufren los amigos rebeldes afganos, asediados por las tropas soviéticas, la suelta sobre un puente, cortando el avance enemigo. Que el combustible se agote es la excusa perfecta para estrellar el avión con los paquetes punibles, que siempre queda muy aparente en pantalla. Bond y Felix Leiter (John Terry) organizan una incursión nocturna a la estrambótica guarida de Whitaker, donde el apañado mando a distancia de Q vuelve a demostrar su utilidad práctica para acabar con la vida del traficante de armas. Detenido Koskov por Pushkin, se barrunta que será el MI6 el que promocione la carrera artística de Kara Milovy con una gira solista inaugurada en Viena y felicitaciones del propio M, el general Gogol (Walter Gotell) y Kamran Shah, de quien se conoce entra y sale de Afganistán a gusto y recorre el mundo con desparpajo. Ah, la felicidad de Milovy no es plena: una nueva misión ha impedido a James Bond asistir al concierto. Se aísla, afligida, en su camerino, donde, ¡sorpresa!, la espera 007 acomodado para el tradicional cierre romántico.
Siento proclamar que el apabullante despliegue técnico y la fantástica proyección de la acción no compensan los reiterativos picos de aburrimiento de la historia y la falta de empatía (o credibilidad) con el actor protagonista. No me refleja Timothy Dalton, en esta entrega, la figura de James Bond, siquiera la literaria. Carece del carisma de Sean Connery y del pícaro gracejo de Roger Moore. Ni su apariencia física ni su aptitud me convencen como propuesta para el personaje. No exterioriza la expresividad emblemática de Bond, su modo de encarar la vida y las situaciones en las que se ve envuelto. No es frío, salvo digna excepción, es glacial. Sin amago de sensibilidades o sentimientos que puedan ser captados por el espectador o que le permitan identificarse con o identificar al simbólico personaje, enarbola con orgullo la bandera de la sosería más recalcitrante. Tal vez se deba a la ausente dirección de actores (Maryam d’Abo va justita y los intérpretes villanos se exceden) o injerencia de los productores; o se deba a aquella neutralidad del personaje con el que concibieron el guión originario, en espera de la elección del actor, que se aplanó con el decidido enfoque del escogido; porque Dalton es, por supuesto, un grandísimo actor, pero no un buen James Bond en «007: Alta tensión».
Julián Valle Rivas