Saga Bond: Roger Moore (y VII), por Julián Valle Rivas

panorama para matarCuando se complica el dar con un actor de la edad adecuada como para encarnar un villano que desafíe de un modo creíble al héroe, se sinceraba Roger Moore unos quince años después, honesto, y cuando las protagonistas femeninas tienen la edad que tenía tu madre al comenzar la saga, sabes que ha llegado el momento de dejarlo. Y había llegado el momento de dejarlo, decisión que los productores comprendieron. «Panorama para matar» (1985) sería la última película de 007 protagonizada por Roger Moore, séptima en su filmografía personal, y aún no superada en número… Y todos tan amigos.


    Albert R. Broccoli se seguía enorgulleciendo de disponer de un producto que, pasadas más de dos décadas, todavía era demandado por el público. Algo deberían estar haciendo bien. Y no le faltaba razón. Por su parte, Michael G. Wilson, ascendido a coproductor, al flanco de su padrastro Broccoli (no se cuestionaba quién sería su legatario), se arrogaba el reto como una reválida bianual, a merced del voto del público.


    Adaptados a ese peculiar método de construcción del guión, el director John Glen y Wilson viajaron por el mundo para seleccionar localizaciones, a partir de las cuales iban ideando escenas para la historia. Un guión, como venía siendo habitual desde que entraron en los setenta, formado de retazos que luego Wilson y Richard Maibaum, guionistas oficiales, cosían hasta confeccionar un largometraje, como una modista cosía las piezas de tela hasta confeccionar un traje y el doctor Frankenstein cosía los fragmentos humanos hasta confeccionar a su monstruo. O sea, el método, si bien se podía tildar de eficaz, era susceptible de arrastrar consecuencias positivas y negativas. Con independencia de ello, para la decimocuarta entrega, sólo conservaron el título de un relato de Ian Fleming, al extremo de ser la única película que abre con un descargo de responsabilidad en torno al nombre de Zorin, el cual entraría en conflicto con una empresa de Silicon Valley o con el diseñador Zoran Dobric (crimen nefando, sumaría yo, desdeñar afección a Thorin Escudo de Roble). Ejemplo de esa sumaria improvisación en la guionización fue el personaje de Tibbett, reescrito al completo cuando Barbara Broccoli se empecinó en incluir a su amigo Patrick Macnee, conocido por su serie «Los vengadores» (1961-1969), a quien unía también la amistad con Moore, al rodar en platos vecinos sus respectivas series en aquellos años sesenta.


    Anclado el apartado interpretativo, Christopher Walken parecía no demandar credenciales: había ganado un Óscar por «El cazador» (Michael Cimino, 1978) y estrenado «La zona muerta» (David Cronenberg, 1983). Tampoco la bellísima Tanya Roberts, que había sustituido a Shelley Hack en la última temporada de «Los ángeles de Charlie» (1976-1981), y en el contexto de aquella especie de reciclaje de actrices que padeció la producción con frecuencia. Grace Jones ya era un personaje «per se», muy popular en aquella mitad de los años ochenta. En cambio, Alison Doody, contratada para el papel secundario de Jenny Flex, no adoptaría uno principal hasta interpretar a Elsa Schneider, en «Indiana Jones y la última cruzada» (Steven Spielberg, 1989). Los míticos Desmond Llewelyn y Lois Maxwell (sin el parche de la asistente) tenían sus parcelas reservadas, Robert Brown consolidó plaza. Maud Adams, de visita, fue extra en la escena del mercado de San Francisco y un veinteañero Dolph Lundgren consta acreditado como uno de los guardaespaldas del general Gogol.


    La producción no quedó exenta de percances. Agendado el plató 007 de los estudios Pinewood para cuando Ridley Scott concluyera sus escenas de «Legend», sufrió un incendio que lo arrasó, ante la desesperación del diseñador de producción Peter Lamont, cuyo programa de trabajo quedó desquiciado. La decisión de Broccoli fue indiscutible: se reconstruiría el plató. Arqueados por los cálculos de un mes para limpiar los escombros y tres meses para levantar el nuevo plató, el director principal, John Glen, y el de la segunda unidad, Arthur Wooster, dejaron a su suerte a Willy Bogner para que rodara sus locuras sobre la nieve, auspiciado por el especialista Ed Lincold, a quien le sobró con encañonar los patines frontales de una moto de nieve para sugerir usar uno como «snowboard». En París, los inconvenientes fueron reiterativos, dadas las localizaciones. La mediación del productor asociado francés Serge Touboul ganó voluntades, confianzas y permisos, los cuales se pusieron en riesgo cuando la moda de los saltos en paracaídas desde edificios emblemáticos (y una probable filtración de la producción) hizo que una pareja saltara desde la Torre Eiffel. Hubo que reconquistar voluntades, confianzas y permisos, y discurrir al milímetro el salto de BJ Worth y su coordinación con Wooster, por la figura pseudopiramidal de la Torre, matematizada por Wilson (un tipo apto para todo). Grabada una buena toma a la primera, Broccoli se negó a repetir el salto, y aquí aparece Don Caltvedt. Era el paracaidista preparado para eso, para repetir el salto detrás de Worth, y se quedó con las ganas, por lo que, ni corto ni perezoso, al día siguiente, se plantó en la Torre, desconociendo que el equipo seguía trabajando. No le importó y, ante la estupefacción de Glen, Wooster, Broccoli y demás, realizó su salto desde la Torre Eiffel. La estúpida chiquillada casi le cuesta a la producción el rodaje en París. Caltvedt, quien, más tarde, contaba con franqueza la anécdota (despreocupación inexorable dosificada de orgullo y reconocimiento de culpa), fue fulminantemente despedido por Worth. Tercera conquista de París tocaba. Muchísimo menos quisquillosos los de San Francisco, encantados con la producción en y promoción de la ciudad. Su alcaldesa, Dianne Feinstein, no escatimó atenciones ni concesiones. Ni para que Wooster rodara durante varias noches la persecución policial, ni para utilizar un camión de bomberos, ni para aprovechar el levadizo del puente, ni para incendiar el Ayuntamiento… Lo que hiciera falta. Con lo que el equipo debía gestionar el máximo cuidado era con el Rolls-Royce manejado por Tibbett, propiedad, oro en paño, de Broccoli. Productor que disfrutó de su protagonismo y homenaje, cuando se inauguró con pompa el nuevo plató en Pinewood, al cual se le dio el nombre de «Albert R. Broccoli 007».


    En la actualidad, los efectos digitales dominan la industria cinematográfica, relegando al polvo del olvido a los efectos especiales. La informática ha suplido a la artesanía. Sin embargo, en aquellos años ochenta, la saga se vanagloriaba de sus efectos artísticos y especiales, que, en cada entrega, derrotaban a los de la anterior. Aquí, Peter Lamont y John Fenner culminaron unos interiores en plató magníficos, con esa mina que John Richardson y su equipo inundaron con miles de litros de agua, salpicados de cortocircuitos. Rémy Julienne y los suyos lograron lo imposible en la persecución en coche por París. Maquetas a escala del helicóptero, el zepelín y el puente de San Francisco; reproducción de la sección superior de uno de los pilares del puente. El batiscafo camuflado de iceberg. La localización del palacio y caballerizas de Chantilly, de tamaña inmensidad que apenas encaja en plano. Diseños y efectos vigentes hoy, con cuarenta añazos, en su plenitud, brillantes y plausibles, paradigmáticos. No iban en zaga la fotografía de Alan Hume o la música de John Barry. Sí desentona, para mi gusto, la canción principal de la banda Duran Duran, que califico como de las peores de la saga, por muy en boga que estuviera el grupo durante el estreno de «Panorama para matar», en 1985.


    A la búsqueda de 003, James Bond, 007, encuentra su cadáver bajo una cegadora capa de nieve siberiana, y recupera, del cuerpo inerte, petrificado de congelación, de su compañero, un microchip. En la sede del MI6, escena precedida de una vibrante persecución por la nieve de la que Bond sale airoso del mortal hostigamiento del temible ejército soviético (con catorce películas, el espectador sabe que el Agente británico es el mejor esquiador del mundo) y de un coqueteo marca de la casa con Moneypenny (Lois Maxwell), entre M (Robert Brown), el Ministro de Defensa (Geoffrey Keen) y Q (Desmond Llewelyn), esclarecen a 007 que el microchip es una réplica exacta de un modelo resistente al pulso electromagnético que para el Gobierno británico está desarrollando una empresa presidida por el francés Max Zorin (Christopher Walken), de manera que debe haber un espía infiltrado en la compañía, probablemente, soviético. La misión de Bond será investigar a Zorin y su empresa. Para un primer sondeo, el grupo acude a la carrera de caballos Royal Ascot, pues Zorin es un aficionado y reconocido criador de estos animales, ardid que servirá para la toma de contacto. Allí, M presenta a sir Godfrey Tibbett (Patrick Macnee), agente y experto en caballos, quien colaborará con 007 y que informa de que tiene a un detective investigando sobre el terreno y de que, además, Zorin es sospechoso de dopar a sus caballos. Reunido 007 en el restaurante de la Torre Eiffel (París, claro) con el detective Achille Aubergine (Jean Rougerie), éste es asesinado por May Day (Grace Jones), estrambótica secuaz y lugarteniente de Zorin, tercio entrenadora, tercio amante y tercio sicaria, sin desvelarle poco más que unos orígenes alemanes y la ausencia de pruebas sobre el dopaje. Consumado el chascarrillo de rigor, sale presto 007 tras May Day, quien salta en paracaídas desde la Torre, planeando sobre la ciudad y el Sena. Bond inicia, entonces, una trepidante y espectacular persecución en coche por la orilla del río, tratando de dar caza a la asesina sin conseguirlo. Así, Bond asumirá el rol de un aristócrata interesado en la compra de caballos de raza, para, acompañado de Tibbett, asistir a la venta que Zorin ha organizado en su palacio con caballerizas (un cotijillo en mitad de la campiña francesa). Se detiene aquí la trama para avanzar con pausa, cómo Bond y Tibbett descubren la sala oculta de dopaje, mediante la inserción quirúrgica a los caballos de una inyección que se inocula con un remoto incorporado al bastón de Zorin; cómo se introduce en la narración la historia de la bella y enigmática Stacey Sutton (Tanya Roberts), y el talón que Zorin le extiende; cómo Bond y Tibbett son desenmascarados; cómo el primero, esperanzado en una vana coartada, disfruta de una noche sicalíptica con May Day, y el segundo, pretendiendo comunicarse con el MI6, perece en las asesinas manos de la misma; cómo Bond cae en la trampa de Zorin, en una carrera de caballos amañada y un animal operado con un activador manipulado por el villano y, creyéndose liberado, termina inconsciente junto al cadáver de Tibbett en el Rolls-Royce empleado por ambos para su tapadera; cómo los malísimos hunden el coche con los cuerpos en un lago y 007 recupera la consciencia bajo el agua, sale del vehículo y se mantiene inmerso aguardando a que sus verdugos se retiren mientras aspira el aire de uno de los neumáticos. Ciertamente, Zorin es un agente del KGB, aunque transmite al propio general Gogol (Walter Gotell) su abandono del servicio, lo que enfurruña al viejo general, quien espiará al renegado a través de la agente Pola Ivanova (Fiona Fullerton). En el ínterin, Zorin explicará a sus nuevos socios su plan maestro «Hallazgo principal» (acabar con Silicon Valley, para hacerse con el mercado mundial de microchips), que cada uno habrá de financiar con cien millones, aquél que se niegue dispone de salida directa de su zepelín a los cielos. Sobre la pista de los tejemanejes de Zorin en San Francisco, viaja Bond hasta la ciudad, donde el agente de la CIA Chuck Lee (David Yip) le entera de que el francés es, en realidad, el resultado de unos experimentos genéticos llevados a cabo por el doctor nazi Carl Mortner (Willoughby Gray), de ahí su condición psicopática. Con una seductora añagaza, Bond hurta a Ivanova la conversación grabada que revela que la ejecución del plan de Zorin será inminente, por lo cual visita el Ayuntamiento de San Francisco para obtener datos de la actividad de Zorin, cuya central petrolera bombea agua, operación beneficiosa para la ciudad que escama al Agente británico. Éste se percata que en el Ayuntamiento trabaja Stacey Sutton, geóloga cuya fortuna familiar ha sido arrebatada por Zorin, quien todavía la acosa para que le venda sus acciones petrolíferas. Precisamente, 007 la protegerá de una incursión de los mercenarios de Zorin en su casa y la auxiliará para escapar de la enésima trampa del malvado, la cual supone asesinar al funcionario del Ayuntamiento e incendiar el edificio con ellos atrapados dentro. A fin de evitar perder el tiempo con aclaraciones a la policía, Bond y Stacey cogerán en empréstito un camión de bomberos, recreando para el espectador otra vertiginosa y emocionante persecución por las calles de San Francisco, con mucho coche patrulla destrozado y el levadizo del puente implicado. En esto, se destapa el objetivo de Zorin: llenar de agua las fallas y, con una fortísima explosión, provocar un terremoto que inunde todo Silicon Valley. Y allá que irán Bond y Stacey, dispuestos a abortar el proyecto, adentrándose en la mina del réprobo. Gracias a la inestimable cooperación de May Day, que acomete con su vida la redención, traicionada por la obstinación psicopática de Zorin, al anegar la mina y aniquilar a cualquier persona sin miramiento, la bomba explota fuera del subsuelo e impide la tragedia. Zorin, ciego de ira, secuestra a Stacey con su zepelín. Una acrobacia circense, una dosis de arrojo y el apoyo del emblemático puente de San Francisco valdrán a Bond para rescatar a Stacey y finiquitar definitivamente al reducto villanesco. Se antoja redundante dilucidar, en este punto de cierre, la última escena del filme. El compromiso impone narrar que Gogol, adunado con M, va a entregar la Orden de Lenin a Bond, convirtiéndose en el primer ciudadano no soviético en recibirla. ¿Dónde está 007?, se preguntan, intrigados. La cuestión revierte en Q, que se halla vigilando la casa de Stacey y se los tropieza (o su sistema de videocámara)… bueno… acarameladitos en la ducha.


    «Panorama para matar» es la acción artesanal a la enésima potencia, es el diseño de producción y el artístico meritorios, es el conjunto de chascarrillos medidos, es un Moore en su papel y es una trama inteligente y poderosa, contemporánea, en su época, como acostumbra la saga. Las críticas negativas he de endosárselas (otra vez, apostillaría) al desarrollo narrativo del guión, a esa jaquecosa manía de escribirlo a fracciones, dificultando su afianzamiento y firmeza, su compactibilidad (esas líneas en las que se constriñe el título de la película lo rematan); a la penosa, desafortunada, funesta interpretación de Tanya Roberts, que ni transmite, ni emite, ni gesticula, ni matiza, y que contrasta con momentos de histrionismo fatídico (histrionismo que sí se ajusta al personaje de Grace Jones, aunque agota y satura); a ese Christopher Walken de complementación curricular; y a unas escenas de acción rodadas tan al detalle que el protagonismo de los especialistas es axiomático y su presencia en pantalla, identificable. No obstante, «Panorama para matar» resulta un largometraje visual, frenético y complaciente, continúa ofreciendo a la saga algunas las cardinales premisas características, y una despedida para Roger Moore, quien borró aquella aterradora o alarmante aura de mitificación de Sean Connery, aceptable.


Julián Valle Rivas

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