Saga Bond: Roger Moore (VI), por Julián Valle Rivas

octopussy james bondEl ineluctable correr del calendario acarreó el vencimiento del contrato de Roger Moore. Se habían producido cinco películas y la firma sería ahora por título. Se plantó el actor en la negativa, en parte, por una mera estrategia de presión (todavía estaba fresco el tumultuoso recuerdo de la gestión en la transición de Connery), en parte, por una natural decadencia física (cumplió los cincuenta y cinco años durante el rodaje), un cansancio y un temor al encasillamiento. Pero la recientísima compañía nacida de la fusión de Metro-Goldwyn-Mayer y United Artists, MGM/UA, no tenía la intención de arriesgarse en la saga con la introducción de un nuevo rostro para el papel protagonista. Y luego rumiaba escamón el neófito dimorfismo por el temita de esa versión apócrifa, anunciada sin reparo para aquel año de 1983, que proclamaba, con altavoz nefario, a los cuatro vientos la reaparición de Sean Connery como 007, cual contrincante reaparición de una estrella del deporte, y que merecía replica contundente, como la de Cervantes al felón de Avellaneda.


    En cambio, Albert R. Broccoli se sentía encantando, porque la aparente inminencia de la renuncia de Moore le permitió reanudar su vieja (y cansina y descacharrante) aspiración de americanizar al personaje. Mientras se tanteaba (o tanteaba, por el qué dirán o evitar inoportunas molestias) al británico Michael Billington, quien había interpretado al amante de la mayor Anya Amasova (Barbara Bach) en «La espía que me amó» (1977), Broccoli agasajó al californiano James Brolin (padre del actor Josh Brolin). Apenas superados los cuarenta años, Brolin se había hecho un nombre en la industria en la década de los setenta, y a lo largo de dos semanas vivió en Londres apadrinado por Broccoli (restaurantes, peluqueros, sastres —los trajes los pagó el actor de su bolsillo, afirmó—), hasta el punto de que lo aconsejó al buscar residencia en la ciudad. Brolin, incluso, grabó pruebas de cámara. Una de ellas con Vijay Amritraj, afamado tenista indio que interpretaría al agente Vijay en la película. Para la prueba de interrelación con una actriz, se optó por reproducir la secuencia del encuentro entre James Bond y Tatiana Románova en la habitación de hotel de «Desde Rusia con amor» (1963). Se solicitó, así, la colaboración de otra conocida de la saga como Maud Adams, quien había intervenido en «El hombre de la pistola de oro» (1974). Irónicamente, Adams fue contratada para el papel principal femenino, y el proyecto Brolin fue frustrado, pues Roger Moore aceptó representar de nuevo en la gran pantalla al Agente 007, James Bond, en «Octopussy» (1983).


    Del relato homónimo de Ian Fleming, el novelista George MacDonald Fraser, autor del primer guión, preservó el título (aunque preocupaba si sería censurado, por lo de «pussy») y la historia de Dexter Smythe, oficial militar reconvertido en padre de Octopussy, a quien Bond, con la misión de capturarlo y entregarlo a un consejo de guerra, le concede el honor del suicidio. Richard Maibaum y Michael G. Wilson retornaron a sus puestos de escritores para retocar el trabajo de MacDonald Fraser. De hecho, Wilson pudo producir la idea de la acrobacia aérea en el hangar, que descansaba en un cajón desde «Moonraker» (1979), editada para la escena introductoria. Para ello, se empleó un mini jet Acrostar Bede BD-5J y se rodó al estilo tradicional, el que mejor resiste el paso del tiempo, valiéndose de encuadres milimétricos, perspectivas de cámara, campos de visión y maquetas. Un hangar alejado decenas de metros, un segundo portón acercado otros tantos, un jet montado sobre un soporte en un coche sin techo, un escenario panorámico con un punto de vista secundario… Una obra maestra del clasicismo cinematográfico supervisada por el encargado de efectos John Richardson. Y es que, si algo sobresale en esta entrega de la saga, es la acción. El director John Glen, repitiendo responsabilidad, se apuntaló en la segunda unidad dirigida y fotografiada con mucha profesionalidad por Arthur Wooster, a quien se adjudicó el peso de la mayoría de las escenas de acción. Hubo de pasar Wooster, no obstante, un mal rato durante el rodaje, necesitando apartarse de la producción. Se rodaba la secuencia del tren en la que Bond se deslizaba por el lateral del vagón. Una distracción en el cambio de railes desvió la máquina hacia una zona no prevista cuando el especialista Martin Grace estaba agarrado al vagón. Nadie pareció percatarse o la situación no dio margen a la reacción, el caso es que Grace recibió un violento golpe que, entre otras lesiones, le fracturó la cadera y le desgajó parte del muslo. Sólo las agallas (y el milagro) hicieron que no se soltara hasta que el tren se detuvo. De haberle flaqueado las fuerzas, habría fallecido bajo el ferrocarril. Varios meses de hospitalización precisó Grace para recobrar la salud abatida por el accidente, tachado de celebridad, dadas las constantes visitas de Moore y Broccoli. En comparación, los quebraderos de cabeza de Glen para rodar sus escenas exteriores en la India, con el bochornoso calor y el descontrol de miles de personas que se congregaban colándose en plano a discreción (como el ciclista que se cruza durante la persecución en motocarros), se antojaban minucias de patio de colegio, gajes del oficio. Plausible la labor de Alan Hume en su segundo trabajo como director de fotografía de la saga. John Barry comprometió su agenda con la entrega y Tim Rice escribió la letra de la cumplidora canción de apertura para la voz de Rita Coolidge.


    Respetado el luto por Bernard Lee, lo reemplazó en el papel de M Robert Brown, eterno secundario con antecedentes en la saga, al haber representado al almirante Hargreaves en «La espía que me amó». También se escenificó un relevo para Lois Maxwell, Moneypenny, con el acoplamiento de Michaela Clavell (hija del escritor James Clavell, cuya novela «Shōgun» ha tenido una muy recomendable adaptación televisiva en el año 2024), como la asistente Penelope Smallbone, que la veterana actriz no encajó del todo bien; al menos, hasta que supo que Clavell era la hija de una antigua amiga y compañera. Insustituible, a pesar de, Desmond Llewelyn, Q. Maud Adams coprotagonizó otra vez una película de la saga con una paisana sueca: Kristina Wayborn. Y Broccoli sugirió a su amigo Louis Jourdan un giro en su carrera con el protervo personaje Kamal Khan, asignando a un rostro tan inconfundible como el de Steven Berkoff, y a su ímpetu interpretativo, el papel del general Orlov.


    Asalta el espectador a 007 en una de sus misiones liminares intrascendentes para la trama principal, que sólo le brinda el crédito de que a un tío de la planta de Roger Moore le sienta bien hasta un bigotito de pega a lo Clark Gable y que para un tío de la audacia de James Bond las acrobacias en un mini jet al filo de la muerte están al orden del día. Al meollo, el Agente 009 (Andy Bradford), disfrazado de payaso, huye de un circo en Berlín Oriental. Perseguido y ejecutado por unos gemelos lanzadores de cuchillos (David y Anthony Meyer), con su aliento definitivo, deposita a los pies del embajador británico (Patrick Barr) un huevo Fabergé, el cual se descubrirá falso. Convocado ante M y el Ministro de Defensa (Robert Brown y Geoffrey Keen), la misión de Bond será acudir, acompañado por el agregado cultural Jim Fanning (Douglas Wilmer), a la casa Sotheby’s de Londres, donde se subastará la verdadera joya, pues, en manos soviéticas, su venta podría suponer contraproducentes objetivos de financiación bélica durante la Guerra Fría. Sin embargo, en el ardor de la subasta, que Bond se encargará personalmente de atizar, llama la atención del Agente británico no el vendedor, sino el comprador, Kamal Khan (Louis Jourdan), un príncipe afgano exiliado en la India, y Magda (Kristina Wayborn), la bella mujer que lo asiste, quienes adquieren el Fabergé falso, tras la maniobra prestidigitadora de 007. En el ínterin, el consejo soviético discute su situación ante la OTAN con dos posturas encontradas: la representada por el general Gogol (Walter Gotell), partidario de mantener el «statu quo», y la defendida enérgicamente por Orlov (Steven Berkoff), quien aboga por presionar sobre las fronteras para expandir el poder militar soviético y que será contenido por la mayoría pacífica. Pronto, la trama ilumina a Orlov en el mercadeo de la falsificación de joyas soviéticas, por lo que el despiste del Fabergé puede ser un riesgo. Por su parte, James Bond, centrado en Khan, viaja hasta la India, donde, con la ayuda del agente nativo Vijay (Vijay Amritraj), consigue contactar con Khan y fastidiarlo lo suficiente como para que, a través de Magda, y una noche de seducción, le robe el huevo Fabergé, en el cual Q (Desmond Llewelyn) ha instalado un transmisor de localización y audio. Por supuesto que Khan previamente ha probado suerte con mandato expreso a su sicario Gobinda (Kabir Bedi) de asesinar a Bond, lo que, ya se sabe, equivale a apuesta ruinosa, aunque la ingenua pretensión ofrece una dinámica y disfrutona persecución en los simpáticos motocarros indios. De vuelta al amanecer amatorio de Bond y Magda, Gobinda lo deja inconsciente y lo secuestra. Despierta 007 como huésped forzado de Khan, atestiguando la visita de Orlov y enterándose, una vez que escapa de su habitación disolviendo el forjado del enrejado con una solución de ácido que Q le ha entregado disimulada en una pluma estilográfica, de los trapicheos joyeros que se traen Orlov y Khan. Se fuga, entonces, Bond del palacete donde había sido hecho prisionero y se evade, por los pelos, del cerco que, a modo de caza al hombre, ha montado Khan. Investigado el símbolo del octópodo con el que 007 se ha topado en varias ocasiones, llega el turno de presentarse en el palacio flotante de Octopussy (Maud Adams), donde Bond arriba camuflado en un batiscafo ataviado de cocodrilo (que tanto le puede valer como aquel pajarráco hídrico de la etapa Connery) y Octopussy dispone de un batallón de jóvenes y hermosas chicas desarraigadas. Allí, ella le confiesa que, pese a cooperar con Khan en el tráfico de joyas, ninguna inquina tiene frente al gobierno británico ni ningún otro gobierno, ni mucho menos frente a Bond. Al contrario, se siente en deuda con el Agente, puesto que, años atrás, concedió a su padre, el capitán corrupto Dexter Smythe, el privilegio del suicidio antes que afrontar un consejo de guerra; de ahí que el metraje introduzca una escena en la que Octopussy ordena a Khan no matar a Bond, haciéndole caso omiso, porque contratará a unos mercenarios para ello, en cuya panda destaca el armado con el estrambótico yoyó aserrador (William Derrick). Con los mercenarios acabarán Bond, Octopussy y sus chicas, no sin que antes la pareja se haya conocido más íntimamente y Octopussy haya pedido a Bond que la aguarde en su palacio hasta su regreso de un viaje. La cuestión es que 007, ignorante a ruegos, sale del palacio, se reúne con Q, quien permanece junto al cadáver de Vijay, víctima del mercenario del yoyó aserrador, y, de inmediato, marcha hasta Alemania Oriental donde Bond cree que Octopussy sostendrá su encuentro, utilizando uno de sus circos, aquél del que 009 obtuvo el Fabergé falso. Lo cierto es que el circo es la tapadera del Octopussy para el tráfico de joyas con Khan y Orlov; si bien, estos últimos aprovecharán la retirada de ella para suplir las joyas por una bomba. El plan malévolo resulta ser un ataque indiscriminado que confunda a la OTAN, facilitando los intereses de expansionismo militar de Orlov. En una larguísima secuencia ferroviaria, tensa y desesperada, con el Agente trotando, además, por las carreteras comarcales alemanas, haciendo autostop y hurtando un coche deportivo hallado muy a propósito, todo básicamente a contra reloj (pero 007 reservará unos minutos para completar su caracterización como payaso de circo, con zapatones, encalado de rostro y narizota carmesí), mueren los gemelos lanzadores de cuchillos y Orlov y la bomba queda desactivada, faltaría más. Aquí hay que admitir que el equipo de especialistas del largometraje se jugó el prestigio y la vida en las locuras aéreas (también en las ferroviarias). Así, 007 se encarama a un avión en vuelo para rescatar a Octopussy de las maliciosas garras de Khan y Gobinda. Ambos villanos mueren, por descontado (lástima del simplón antenazo o baquetazo que termina con Gobinda), M y Gogol concilian el estatus como caballeros y la pareja de Bond y Octopussy, bueno, despide el filme al modo acostumbrado.


    Dentro del fluctuante o fluctuoso, siempre delicado, apartado de calidades en la saga, «Octopussy» otorga al espectador cada una de las premisas que caracterizan el producto. No será de los mejores largometrajes, pero entretiene y descuella en chascarrillos (marca registrada Moore) insertados con admirable ingenio, y en secuencias de acción que son grandiosas y se aventuran por la proyección y organización tradicionales, altamente realistas y tangibles, reconociendo el mérito de Alan Hume, John Richardson, Arthur Wooster y el nutrido equipo de especialistas; doble mérito para Hume, por su estupenda fotografía. El revés o decepción del filme radica en el hilo argumental y en el desarrollo narrativo y armazón general del guión. La historia desorienta por momentos y desconcierta al espectador (por ejemplo, las órdenes de Bond son desenmascarar al vendedor del Fabergé y, sin más, la trama se fija en el comprador), a veces, parece que adolece de alguna pieza de engranaje. Asimismo, en su virtud tropieza esa evidencia de la figura de los especialistas ante la cámara, que trastoca al ojo, y esa arbitraria y surrealista (¡de la nada se materializa de repente una barra de trapecista!, ¡ese globo aerostático, voto a bríos!) composición de la pelea final del batallón de Octopussy, que remata la inexperiencia de las actrices… Fallos que minan, sin descuartizar, la ambición del producto, rebajándolo.


    En la pugna espuria, grimosa de morbosidad, «Octopussy» logró mayor recaudación que aquella versión bastarda, consolidando y confirmando la legitimidad en el trono, la pureza de sangre, del único y verdadero rey.


Julián Valle Rivas

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