Saga Bond: Daniel Craig (II), por Julián Valle Rivas
Vamos a ver, vamos a ver… No ha de caer, lector constante y de roqueña determinación, aprehendida la vigesimosegunda entrega de la saga, en el despropósito del estereotipado desdén del título que la protagoniza, cual vulgar turista cinematográfico de chanclas de goma, pinreles porcachones y uñas colapsadas de roña. Confío, como el niño que confía en el regalito del Ratoncito Pérez, en que concederá la oportunidad, en que continuará la lectura.
El problema, en mi humilde opinión, fue que los productores Barbara Broccoli y Michael G. Wilson se vinieron arriba (entiéndase el sentido figurado). Quiero teclear que el éxito de crítica y público de «Casino Royale» (2006) fue tan infinito y alucinógeno, convencidos de haber configurado un James Bond rotundo, tan diferente a los demás, que ofertaron el puesto, en una especie de órdago dipsomaníaco, a un director diferente a los demás. Posiblemente, el adjetivo idóneo fuera completo, habían configurado un James Bond más completo para los tiempos, para el contexto histórico-social; porque, impregnado de sosería, humano (o realista) fue el 007 de Timothy Dalton; porque, conservador del cinismo y del chiste fácil, la frialdad del Bond de Pierce Brosnan casi no se recuerda. No obstante, tecleaba, los productores optaron por un director diferente, optaron por Marc Forster.
Suizo-alemán, había triunfado en Hollywood con un cine comercial con tendencias de cine de autor o cine independiente, un estilo narrativo y visual fresco, bien acogido por el espectador del nuevo siglo, superadas las barreras de los ochenta y los noventa. Títulos como «Descubriendo nunca jamás» (2004), «Más extraño que la ficción» (2006) o «Cometas en el cielo» (2007) lo elevaron a los altares de la industria. Y si por él habían optado, su particularismo en la dirección era la opción. Los productores le concedieron sus caprichos, y el principal fue reducir los rodajes en estudio, priorizando los exteriores en escenarios existentes. Con Peter Lamont jubilado, el diseño de producción recayó en Dennis Gassner, quien se había adentrado en el mundillo como diseñador gráfico, para sumar veinte años de experiencia como diseñador de producción, en obras muy reconocibles y reconocidas, como «Muerte entre las flores» (Joel Coen, 1990) o «Camino a la perdición» (Sam Mendes, 2002). Ambos seleccionaron el Observatorio Meridional Europeo, en el desierto de Atacama, en Chile, y el hotel de sus astrónomos, para escenificar la Perla de las Dunas; los barrios suburbiales de Colón y edificios derruidos y abandonados de Panamá, para Haití; el aeroclub de San Felipe, en México; o la Casa de la Ópera sobre el lago Constanza, de Bregenz, en Austria. A pesar de que el rodaje oficial se inició el 3 de enero de 2008, el oficioso se había remontado unos seis meses atrás, después de arduas negociaciones con las autoridades de Siena, para las tomas del Palio, ancestral carrera de caballos. En mayo, el equipo retornó a la ciudad italiana, para las secuencias por los pasadizos y tejados (no se reproducirían en Pinewood), cuya seguridad y operatividad se estructuró a través de un sistema ideado por un ingeniero local por medio de cuatro grúas de construcción ancladas por agujeros de diez o veinte metros rellenos de cemento. Las escenas en estudio, como las explosiones e incendios del hotel, quedaron para el mes de junio. El rodaje más largo de la saga, lo que no impidió que «Quantum of Solace» se estrenara en noviembre de aquel mismo año 2008.
Mérito, desde luego, también de la segunda unidad, dirigida por el veterano Dan Bradley, cuyo trabajo en la segunda y tercera entrega de la saga de Jason Bourne reverberó en ésta de James Bond, a un palmo del descaro, apostillaría. En cualquier caso, su buen hacer valió la tranquilidad para coronar, por ejemplo, la secuencia de las lanchas o la persecución en los coches a lo largo de la carretera del lago de Garda (destrozaron catorce Aston Martin). Reseñable disponer de dos modelos de avión Douglas DC-3 y un SIAI Marchetti de turbina, para la secuencia aérea, perturbando las inclemencias del viento, y lo fragoso del terreno, imponiendo los desplazamientos del equipo con helicópteros. Y es que prevalecen los efectos especiales o visuales, marca de la casa, coordinados por el familiar Chris Corbould, sin despreciar lo digital. El director de fotografía Roberto Schaefer, colaborador de Forster, repitió con él para la película. Al igual que David Arnold en la música. Lo peor, la canción principal, escrita y producida por Jack White e interpretada por éste y Alicia Keys, que, amén de vituperable, el contraste de estilos no conquista la mixtura ideal.
El guión se elaboró inversamente al anterior: Paul Haggis escribió el principal, para ser retocado por el tándem Neal Purvis y Robert Wade. Sin embargo, la huelga de guionistas de 2007-2008 paralizó su escritura y títulos definitivos, así como los probables arreglos que pudieran acaecer durante el rodaje. Debieron ser Marc Forster y Daniel Craig quienes asumieran la tarea de pulir, reescribir e improvisar sobre la marcha, lo cual repercutiría en el montaje final y en la intervención de los productores.
Daniel Craig, Judi Dench, Jeffrey Wright, Giancarlo Giannini y Jesper Christensen recuperaron sus papeles. Se acoplaron el muy solvente Rory Kinnear, como asistente de M (en sustitución del muy solvente Tobias Menzies), y el todavía desconocido David Harbour. Mathieu Amalric se había limitado al circuito francés, a excepción de su participación en «Múnich» (Steven Spielberg, 2005). Olga Kurylenko era una modelo transformada en actriz tan sólo tres o cuatro años antes; aprendiz en el cine francés, tuvo su personaje en el estadounidense en 2007 para «Hitman» (Xavier Gens). A sus veinte años, Gemma Arterton prácticamente debutaba en el cine; consentiría que la cubrieran de pintura corporal negra, con el homenaje a «James Bond contra Goldfinger» (1964); aquel 2008 integraría el elenco de un gran largometraje como fue «RocknRolla» (Guy Ritchie). Por último, destacable la vertiente hispana, con Joaquín Cosío, Fernando Guillén Cuervo y Oona Chaplin; y las anecdóticas voces adicionales de Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, amigos de Marc Forster.
James Bond, 007, al volante de su Aston Martin DBS, trata de zafarse de los malvados sicarios que lo persiguen, en una trepidante e impetuosa persecución en coches por la angosta carretera que circunda un inmenso lago italiano. Cuando se ha deshecho de ellos, se adentra en un escondrijo del MI6, oculto en la ciudad de Siena, donde se está celebrando el tradicional Palio. Pese al calamitoso estado del vehículo, y del propio Bond, cuyo traje pondrá a prueba a la tintorería con más empaque del mundo (no será la única vez en esta entrega), el maletero apenas ha sufrido los rigores del ataque y, al abrirlo, el espectador encuentra maniatado en su interior al herido Señor White (Jesper Christensen)… La trama continúa de manera inmediata —preliminar suspensión de la incredulidad por el cambio de vestuario— los hechos acontecidos en «Casino Royale»… En la guarida sienesa espera M (Judi Dench), que, escoltada por el agente Mitchell (Glenn Foster), se reúne con 007 para informarle de que el supuesto cadáver de Yusef, el traidor amante de Vesper, ha aparecido en las costas de Ibiza con el rostro devorado por los peces. No es el verdadero, sin duda, por lo que M, recelosa de Bond y sus contundentes métodos (lo culpa de la muerte de Le Chiffre, al que debían entregarlo vivo a la CIA), se cuestiona si convertirá su misión en una venganza. Así que 007, mientras con una mano reafirma a su jefa su fría profesionalidad, con la otra, hurta una foto de Yusef, posando junto a Vesper, anclada al expediente. El interrogatorio del Señor White se desarrolla entre las soberbias carcajadas del interrogado y la mal disimulada estupefacción de los interrogadores ante una organización de la que nada conocen y que está infiltrada en todas partes, tanto que el agente Mitchell se revela como uno de los acólitos, empezando a disparar, para huir del lugar. Comprobado que M se pone a salvo, Bond se lanza tras el felón por los pasadizos y tejados de la ciudad, para acabar asesinándolo en encarnizada lucha colgados de cuerdas y andamios. Durante el caos, White ha escapado y, ya en Londres, en el apartamento de Mitchell, no hay pistas que esclarezcan la situación. Pero gracias a una serie de billetes queda vinculado a Le Chiffre, a una de sus cuentas en Puerto Príncipe (Haití) y al aparente geólogo Edmund Slate (Neil Jackson), alojado en el hotel Dessalines de esa ciudad. Allí, 007 somete a Slate a uno de sus habituales careos en los cuales se intercambian más hostias que palabras (no se intercambiará palabra alguna, para ser preciso). Muere Slate, de modo que, por parecido físico, Bond lo suplanta, hasta el punto de que Camille (Olga Kurylenko) lo confunde. En realidad, la participación de Slate era una trampa para asesinar a la joven, orquestada por el ecologista Dominic Greene (Mathieu Amalric), de quien ella se ha valido para acercarse al general Medrano (Joaquín Cosío), militar boliviano que planea un golpe de estado en su país, para lo que ha recurrido a la organización de Greene, a costa de una propiedad en mitad del desierto, y que asesinó cruelmente a la familia de Camille. Cuando ésta se creía en disposición de matar al general, Bond interrumpe para rescatarla, librándose ambos del contraataque. Sobre su pista, Greene vuela hacia Bregenz (Austria), acompañado del jefe de la sección sudamericana de la CIA, Gregg Beam (David Harbour), y de Felix Leiter (Jeffrey Wright), donde llegan al acuerdo de no injerencia en el proyecto del general Medrano, a cambio del acceso al petróleo, y de terminar con esa molestia que es James Bond. En la ciudad austríaca, asiste Greene a la representación de la ópera «Tosca», encubriendo una reunión clandestina de la organización Quantum, que Bond desarticula tan pronto como capta las imágenes de algunos de los asistentes y escucha el objetivo de engañar a los estadounidenses con la existencia de petróleo en Bolivia. En tanto Bond se escabulle de la ópera, muere quien resulta ser el guardaespaldas de un asesor del Primer Ministro británico, concurrente al comité secreto. La acción hace que M ordene a 007 regresar al MI6, pero éste se niega, razón por la que sus tarjetas de crédito y pasaportes son revocados. Acude, entonces, el Agente británico a René Mathis (Giancarlo Giannini), disculpándose (a su forma, claro) por haberlo acusado y pidiéndole su colaboración y ayuda. Al aterrizar en La Paz, son recibidos por Fields (Gemma Arterton), que debe hacer que Bond embarque en un vuelo con destino Londres. Vana misión la de Fields, que sucumbe con facilidad a los encantos de 007 pasando una velada sicalíptica, a fin de hacer hora para ir a la fiesta que la compañía de Greene ha organizado, donde Mathis les presenta al coronel de la policía boliviana (Fernando Gillén Cuervo), de su confianza, y 007 vuelve a rescatar a Camille de las garras de Greene, abandonando el lugar, si bien son detenidos por una patrulla de la policía, que querrá registrar el vehículo. Al abrir el maletero, el cuerpo torturado de Mathis desfallece, muriendo en la refriega por los disparos de los agentes. El último aliento en los brazos de su amigo se dedica a la emotiva reconciliación entre ellos y con Vesper. No sin las pertinentes vicisitudes, Camille y Bond investigan las tierras adquiridas por Greene, en las que ha retenido el agua potable empleando fraudulentas y maliciosas artes. El interés de Quantum no será otro que monopolizar y negociar con el suministro de agua potable de Bolivia, con Medrano en el poder. De nuevo en La Paz, M aguarda a 007 en su habitación de hotel, donde han hallado el cadáver del Fields bañado en petróleo. Bajo la enésima relevación de funciones, Bond consigue que Leiter lo avise de que Medrano y Greene se han citado en el hotel La Perla de las Dunas, para cerrar el trato. Con la historia en el hotel, el general se ve sorprendido por el manifiesto provecho de Greene sobre el suministro de agua, aunque más aún se sorprende el coronel de la policía cuando Bond le descerraja un tiro en mitad de la frente por traicionar a Mathis. Las actuaciones de Camille y Bond contra Medrano y Greene, respectivamente, se narran en paralelo, envueltas de explosiones e incendios en el edificio. Medrano, en bellaca intentona de violar a la empleada del hotel (Oona Chaplin), muere a manos de Camille, que resiste la desigual lucha; descompensación con la que ha de bregar también Greene, quien sólo logra salir del hotel en llamas porque Bond corre a salvar a Camille, acorralada por el terror y el trauma del fuego. Evade la pareja el peligro, por supuesto, y 007 atrapa a Greene, para dejarlo a su suerte en pleno desierto y con una lata de aceite de motor, después de cantar, ahora, «La Traviata». Camille y Bond se despiden, y se salta hasta Kazán, en Rusia, donde Bond intercepta a Yusef (Simon Kassianides) en su rol, seduciendo a una agente de los servicios canadienses, Corrine (Stana Katic). No lo mata, sin embargo, permitiendo que el MI6 lo aprese. El filme culmina con la noticia de M de que el cadáver de Greene ha sido encontrado en el desierto con dos balazos y aceite de motor en su estómago y con la confirmación de Bond de su compromiso con el Servicio Secreto británico, al tiempo que se desprende del colgante de Vesper, que queda olvidado en la nieve rusa.
Disfruto constantemente de «Quantum of Solace». Las escenas de acción son espectaculares; el recurso de la música, supliendo, en algún momento, el mismo sonido ambiente, resulta genial, cuando no mantiene la tensión de la exhibición y alimenta el hilo argumental de las secuencias; los aspectos visuales y narrativos alcanzan muy altos niveles; los escenarios reales han sido encajados a la perfección en la trama, ese eclecticismo arquitectónico que sublima para una empresa ecologista, ese edificio que se adapta y se pierde entre las dunas del desierto, ese aire de tosca modernidad, ese brutalismo, esa actualización escenográfica operística; ese agradecido predominio de una ambientación, de un entrono verdadero; y la maestría en el montaje, con la escena introductoria de la persecución de los coches en el podio, que es una maravilla cómo se va adentrando al espectador poco a poco en ella y en el metraje. Daniel Craig sabe impregnar al personaje de las vivencias pasadas en la anterior entrega. Y sí, Olga Kurylenko está aceptable y a Mathieu Amalric le superan un puñado de picos de sobreactuación; y los quisquillosos rebozados de hipocresía de pescozón se quejarán de que se desdeñe el instante del nombre, que se fuerce la secuencia del cañón al final, previa a los créditos, como si los productores se acordaran de ella antes del estreno, o que no se profundice en el Martini con vodka. Pero el conjunto es un deleite cinematográfico, un puro entretenimiento. Hay pérfidas lenguas que especulan sobre tijeretazos de los productores y la labor complementaria de la doble edición de Matt Chesse y Richard Pearson. Luego está la carencia de un guión definitivo, que plaga de ajustes repentinos y de incertidumbres. Lo cierto es que se incrementó el presupuesto, respecto al de «Casino Royale», siendo la recaudación algo inferior. Quizá no procedan los términos fracaso o decepción, sino unas expectativas desbordadas por la magnitud de la entrega anterior.
Julián Valle Rivas
