Saga Bond: Daniel Craig (I), por Julián Valle Rivas

casino royaleSi usted, amabilísimo y fidelísimo lector, conserva cincelado en los perennes mármoles de su memoria el nombre de Sean Connery como el primer actor que interpretó al Agente 007, James Bond, habrá de permitirme picar un tanto el gravado, lo que me llevaría a investirle la divisa de pacientísimo.


    Publicada en 1953, Ian Fleming pronto vendió los derechos televisivos de «Casino Royale», su primera novela, a la cadena estadounidense CBS, cuyo programa «Climax!» emitió el 21 de octubre de 1954 un episodio en directo adaptando la obra, que contó con Charles Bennett, guionista habitual de Alfred Hitchcock en los años treinta. El gran Peter Lorre interpretó a Le Chiffre y Linda Christian, esposa de Tyrone Power, a Valerie Mathis, convirtiéndose, en consecuencia, en la primera de las conocidas como «Chicas Bond». La condición estadounidense de la producción se impuso para convertir a 007 en un agente nacional llamado Jimmy Bond, interpretado por Barry Nelson, quien años después haría las veces del director del hotel que entrevista a Jack Torrance en «El resplandor» (Stanley Kubrick, 1980). El proyecto no alcanzó la fortuna deseada, y se desechó. Entonces, apareció la figura de Gregory Ratoff. Emigrante ruso durante los años veinte, Ratoff ejerció como actor, director y productor, comprando los derechos cinematográficos de la novela en aquel año de 1954. Rodaba una producción en Egipto para Fox con guión de Lorenzo Semple Jr., cuando la Crisis de Suez de 1956 le obligó a abandonar rápidamente el país con el poco dinero efectivo que le quedaba adherido a la ropa. Sería la necesidad económica la que haría venderle a su socio el famoso productor y agente de talentos Charles K. Feldman la mitad de los derechos de «Casino Royale», con guión de Semple y en conversaciones con Gary Cooper. Feldman repudió la idea de Cooper de inmediato, dada su edad, y remitió a Ben Hecht la revisión del guión, quien recondujo su ambientación al Estoril de la Segunda Guerra Mundial. El detalle de interés era que ni Semple ni Hecht incorporaron a la historia al personaje protagonista. James Bond no aparecía siquiera perfilado en los bordes. No había referencias cinematográficas de un personaje como 007, y a lo máximo que aspiraron fue a acudir a una suerte de gánster americano de ascendencia italiana, Lucky Fortunato. Ratoff falleció en diciembre de 1960, tras el estreno de la película «Oscar Wilde», que dirigió y que compitió con otro largometraje de idéntico calado: «The trials of Oscar Wilde», producida, precisamente, por Albert R. Broccoli, triunfante en la pugna. De nuevo, fue la necesidad de dinero, en esta ocasión, de la viuda de Ratoff, Eugenie Leontovich, lo que permitió a Feldman adquirir la totalidad de los derechos de la novela de Fleming, a cambio de setenta y cinco mil dólares y la condonación de un importante porcentaje de deuda. Se propuso Feldman la dirección de Howard Hawks, bajo la producción de Columbia Pictures, aunque, para aquellas fechas, los éxitos de «Agente 007 contra el Dr. No» (1962) y «Desde Rusia con amor» (1963) frustraron cualquier interés de Hawks. En 1965, Feldman estrenó con aceptable acogida «¿Qué tal, Pussycat?», dirigida por Clive Donner y guionizada por Woody Allen, comedia alocada que le inspiró, con la lógica del sistema clasificatorio de un vertedero, a repetir la fórmula para aquella infamia de 1967 que fue «Casino Royale», también producida por Columbia Pictures. Se le ocurrió, además, acudir a una radio local para promocionar el estreno, que lanzó una campaña de entrada gratuita a todo aquel espectador que acudiera disfrazado con una gabardina y unas gafas de sol. Se montó un pifostio incontrolado de miles de personas que se saldó con altercados, daños e intervención policial. Con la muerte de Feldman en 1968 los derechos pasaron a United Artists, quedando repartidos otra vez. Cualquier proyecto requeriría el consenso, pues, entre United Artists y Columbia Pictures. Y la primera no tenía demasiada prisa, la verdad, su colaboración con Eon Productions, es decir, con Broccoli y Saltzman, ya le estaba otorgando réditos con el personaje y la posibilidad de desarrollar historias originales. De hecho, cuando escogieron a Timothy Dalton, Broccoli, Wilson y Maibaum tenían preparada una historia de orígenes que se descartó, por implicar a un 007 veinteañero, imposible de encarnar por Dalton. Y Pierce Brosnan desprendía una experiencia que no invitaba a recuperar el guión. A finales de los ochenta, Columbia Pictures había sido adquirida por Sony, y, en 1997, saltó la noticia de que ésta planeaba una serie de películas de 007 y que había contratado a Kevin McClory, para producir una tercera versión de «Thunderball», emprendiéndose un litigio con MGM y Eon (o Danjaq), que terminó mediante un acuerdo extrajudicial en 1999, por el cual Sony trasmitió los derechos de «Casino Royale» por la suma de diez millones de dólares y los derechos cinematográficos del personaje de Spider-Man. La sombra de la deuda que, con excesiva habitualidad, ha proyectado MGM la hizo caer en poder de un grupo inversor liderado por Sony en 2004, para ceder derechos de distribución doméstica, en 2006, a 20th Century Fox. De ahí que, cuando usted, resignado lector, reproduce, repantigado en el sofá de casa, su edición en DVD o Blu-ray de «Casino Royale» de 2006, se le materializa el logo de 20th Century Fox y, al comienzo de la película, los de MGM y Columbia Pictures.


    Barbara Broccoli y Michael G. Wilson eran conscientes de que, pese a la recaudación de «Muere otro día» (2002), el XXI era un siglo que demandaba prescindir de ese cariz de fantasía exagerada que había impregnado a James Bond, así como de reprimir su frivolidad. Era el momento del reinicio. Era el momento de «Casino Royale». Paralizaron «sine die» el proyecto derivado en torno al personaje de Jinx, para el que Neal Purvis y Robert Wade habían cerrado un guión y descendían del avión para entregárselo a Halle Berry. Su misión, ahora, sería adaptar «Casino Royale» con la indicación expresa de mantener, sí o sí, la escena de la tortura, en la que 007 asume su falibilidad y mortalidad, y la frase final de «la zorra está muerta», definitoria de cuál debía ser su nivel sentimental, al conjugar su trabajo. Para rematar, con afortunado acierto, un guión más realista, impactante y fiel a la novela, se contrató al canadiense Paul Haggis, quien había impresionado a la industria con la dirección y guionización de «Crash» (2004) y la tríada de Clint Eastwood «Million Dollar Baby» (2004), «Banderas de nuestros padres» (2006) y «Cartas desde Iwo Jima» (2006). Se volvió a confiar el debut de un actor a Martin Campbell, que tan buenos resultados había logrado con «GoldenEye» (1995), al igual que el director de fotografía Phil Meheux (magníficos su juego fotográfico y su paleta de color), y cómo quedó esa partida de póquer, para la que los actores dieron clases. La segunda unidad se dejó en manos de Alexander Witt, quien había ocupado el puesto en destacables filmes, como «Gladiator» (Ridley Scott, 2000), «Black Hawk derribado» (Ridley Scott, 2001) o «El caso Bourne» (Doug Liman, 2002). Por su parte, la edición fue para el curtidísimo Stuart Baird, cuya carrera me desgastaría las teclas, de pretender listar algunas de sus maravillas, y repetiría para la saga en 2012 con «Skyfall» (a los hechos me remito). Peter Lamont era inamovible en su puesto como diseñador de producción; sin decepcionar nunca, sería su adiós a la profesión. Como Chris Corbould, quien aunó la supervisión de miniaturas y efectos especiales, los cuales reconquistaron su trono de verismo, tras la desquiciada preeminencia digital de «Muere otro día». Esta recapacitación de los productores brindó al espectador el increíble derrumbe del edificio veneciano (tanto en sus secuencias interiores como exteriores), la persecución en el edificio en obras (Wilson recordaba el edificio abandonado desde «La espía que me amó», de 1977, y allí seguía) y el accidente con el Aston Martin DBS a los mandos del especialista Adam Kirley, cuyas siete vueltas entraron en el Libro Guinness de los Récords, conseguidas gracias a un cañón de aire, puesto que, al tener el centro de gravedad bajo, no volcaba con las rampas. La estupenda cuarta colaboración de David Arnold para la composición de la banda sonora la remató con esa genial canción que escribió junto con Chris Cornell, quien la interpretó, «You know my name», de mis favoritas de la saga.


    No se ubicaba Daniel Craig entre los preferidos. El catálogo lo encabezaban Ewan McGregor, Colin Farrell y Hugh Jackman; a continuación, Clive Owen y Julian McMahon. Craig fue una apuesta de los productores y la directora de «casting» Debbie McWilliams, quienes tuvieron que convencer al estudio de la elección. Se buscaba un tono totalmente diferente para la historia, y Craig había destacado en la miniserie británica de 1996 «Our Friends in the North», después, en «Camino a la perdición» (Sam Mendes, 2002), «Layer Cake» (Matthew Vaughn, 2004) y «Múnich» (Steven Spielberg, 2005), y superó la prueba de cámara de septiembre de 2005 en Pinewood. Su presentación fue de postín, el 14 de octubre de 2005, con el consorcio estelar del HMS President y el Támesis; si bien, tuvo que equilibrarse entre la lidia y la abstracción por las muy duras críticas y ataques que recibió y concentrarse en su trabajo. Confesaron los productores que estaban tan a gusto con la labor de Judi Dench, que no les preocupó la divergencia cronológica para su papel de M, suprimiéndose, en cambio, para este germen, los personajes icónicos de Q y Moneypenny. Eva Green había brillado con luz propia en el filme de Bernardo Bertolucci «Soñadores» (2003) y su belleza arrebatadora y talento natural dimensionó la épica de «El reino de los cielos» (Ridley Scott, 2005). Mads Mikkelsen era un conocido actor danés, circunscrito a largometrajes patrios, que se asomó al cine estadounidense en 2004 con «El rey Arturo» (Antoine Fuqua); sin duda, fue esta entrega de la saga la que le concedió la apertura internacional, ganándose el reconocimiento y el respeto generalizado. Similar el caso de Jeffrey Wright, secundario de películas modestas, en esta época fue obteniendo visibilidad, con títulos como «Syriana» (Stephen Gaghan, 2005) o «La joven del agua» (M. Night Shyamalan, 2006). El veterano actor italiano Giancarlo Giannini, quien en los setenta había sido premiado en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián y nominado al Óscar al mejor actor, reflejaba la madurez y práctica de su personaje. La modelo Caterina Murino había hecho sus pinitos como actriz secundaria, recomendando la miniserie argentina «Vientos de agua» (2005). Más versada en esto de los papeles secundarios o terciarios, Ivana Milicevic, que incrementaría su protagonismo con posterioridad en la serie «Banshee» (2013-2016). Poco he tecleado en esta sucesión de entregas acerca de las apariciones estelares o cameos de Michael G. Wilson, que no ha fallado ni uno; aquí lo acompañan el director Martin Campbell, el director de fotografía Phil Meheux, el empresario Richard Branson y la supermodelo Alessandra Ambrosio.


    Una duplicada tonalidad fotografía un liminar que narra la culminación de la misión que concede a James Bond el estatus de doble cero. En Praga, Bond aguarda la llegada de Dryden (Malcolm Sinclair), Jefe de Sección del MI6 que ha estado vendiendo secretos. Será su segundo asesinato, su segundo cero, de raudo y certero disparo con silenciador. El primero había ocurrido en un momento pretérito e indeterminado, con Fisher (Darwin Shaw), el contacto de Dryden, tras una feroz e impactante pelea en un baño público, cuyo disparo final superpone o moderniza la clásica escena de apertura del cañón de la pistola. En mitad de la asfixiante, húmeda e insectil selva de Mbale, Uganda, el miembro de una organización, todavía, secreta, Señor White (Jesper Christensen), ha puesto en contacto al guerrillero Steven Obanno (Isaach De Bankolé) y al banquero y contable Le Chiffre (Mads Mikkelsen), a quien confiará en depósito su dinero de la rebelión, a cambio de la seguridad de la custodia y aquello en lo que cree Le Chiffre: una tasa de retorno óptima. Pero el sibilino banquero, sobre quien también se deposita información privilegiada, emplea el dinero para invertir contra el mercado. Mientras, en Madagascar, Bond acecha al terrorista y fabricante de bombas (y portento del «parkour») Mollaka (Sébastien Foucan), cuya huida, al saberse descubierto, desarrolla una espectacular persecución a pie callejera, con aparición estelar de una excavadora, un edificio en obras y una grúa, que termina con el refugio de Mollaka en la Embajada de Nambutu. En vano. Bond invade (literal, al tratarse de suelo extranjero) la Embajada y, sin preocuparse por el personal civil y militar ni por las cámaras de seguridad que recogen el asalto, arrastra al terrorista, siendo parados a las puertas de salida, donde lo mata y hace explotar unas bombonas como medio de distracción para escarpar de lugar. Sí ha podido hacerse con la mochila del muerto, cuyo interior contiene una bomba y un teléfono con un último mensaje: ELLIPSIS. Al instante, la trama muestra a 007 localizando el origen del mensaje mediante un programa de seguridad instalado en un ordenador portátil que lo fija en el Ocean Club de Nasáu, Bahamas. Resulta que el Agente está en casa de M (Judi Dench), que lo halla distraído con una baraja de cartas. Saltarán los reproches, las frases cínicas y los egos (la arrogancia y la introspección, el mitad monje y mitad sicario) antes de que Bond viaje hasta Nasáu donde averigua que el mensaje fue enviado por Alex Dimitrios (Simon Abkarian), a sueldo de Le Chiffre (por allí, precisamente, a bordo de un barquito y acompañado de su amante Valenka —Ivana Milicevic—, distrae su tiempo entrenando a ricachones en el póquer), para contratar ejecutores de actos terroristas, y adicto a las timbas, adicción de la que se sirve Bond para ganarle su Aston Martin DB5 y conquistar a su esposa Solange (Caterina Murino), de la que se escabulle en pleno ardor sicalíptico para seguir al marido hasta una extravagante y sórdida exposición de cuerpos pelados (tan de moda entonces) de Miami, donde pretende hacer entrega de una bolsa de viaje, y asesinarlo, en defensa propia, al ser pillado durante el acoso. No ha impedido, sin embargo, que el nuevo mercenario, Carlos (Claudio Santamaria), se marche con la bolsa hasta el aeropuerto (ELLIPSIS es el código de acceso a un departamento del personal), donde se zafa del espía, de nuevo, pillado. Allí se celebrará la exhibición del avión Skyfleet S570, objetivo de Le Chiffre para arruinar al fabricante con el ataque y multiplicar su capital como resultado de sus irracionales inversiones. Frustrado el atentado por 007, el banquero pierde todo su dinero, que no deja de ser el dinero de sus clientes, incluidos los guerrilleros ugandeses. El siguiente día amanece con Solange muerta, después de haber sido torturada, y con M en el Ocean Club inyectándole a Bond un localizador intramuscular y volviendo a reprochar su temeridad y su ego. No obstante, Le Chiffre, desesperado por recuperar el dinero, deberá participar en la partida de póquer organizada en el Casino Royale de Montenegro. Diez jugadores, diez millones, compra, cinco millones, recompra, ciento cincuenta millones, ganador. Por suerte (o por desgracia), Bond es el mejor jugador del MI6 y es posible que el banquero requiera de la protección británica contra sus acreedores, si fracasa. No será una misión en solitario, esta vez, puesto que el gasto (o malgasto) deberá contar con el visto bueno de la agente del Tesoro Vesper Lynd (Eva Green), quien acude con la facultad de autorización para la recompra. Además, dispondrán del apoyo del contacto local René Mathis (Giancarlo Giannini). En Montenegro, el Servicio Secreto proporciona a 007 un Aston Martin DBS, suplido de arma con silenciador y kit de primeros auxilios, y una identidad encubierta para la pareja, que el Agente británico, como es habitual, descompondrá a la primera ocasión, con la reprobación de Vesper, aunque la narrativa pronto va entretejiendo un verdadero vínculo entre ellos. La parentética partida se sucede con virtuosos insertos de acción y tensas manos de juego. Durante el primer receso, Le Chiffre y Valenka son amenazados por Obanno y su lugarteniente, quienes, al salir de la habitación, se cruzan con Bond y Vesper, que son identificados como agentes cuando él comete la imprudencia de colocarse del lado de la oreja con el auricular de transmisión. Se emprende un salvaje enfrentamiento en las escaleras, en el que los hombres descienden a base de una brutalidad visceral, muriendo los dos guerrilleros y superando Vesper el choque, para lo que Bond le ofrecerá su consuelo. La partida es para 007 el muestrario de temeridad y arrogancia desplegado a lo largo de la historia, y Le Chiffre le monta una añagaza en torno a un farol que le hace perder todos sus fondos. No consiente Vesper la recompra, por lo que, cargado de rabia, Bond (chistoso recurso del Martini con vodka, enlazado) se dispone a acuchillar de inmediato al banquero. Sólo uno de los jugadores, que se presenta como el agente de la CIA Felix Leiter (Jeffrey Wright), lo frena; de modo que, reconociendo su valía al póquer, pacta transferirle los cinco millones de recompra a cambio de que sean los estadounidenses los que se ocupen de Le Chiffre. Reanudada la partida, el maloso banquero, a través de una intervención disimulada de su amante, envenena la bebida de 007, que, apurado con el kit de primeros auxilios de su coche por lo aproximado de su muerte, se salvará gracias a Vesper, para sentarse a la mesa de juego y ganar la partida en una última mano prodigiosa. Parece que la misión se ha cumplido, y Bond y Vesper disfrutan de una cena en la que se atiende al colgante que ella siempre luce. Un mensaje de Mathis la lleva a retirarse. 007, que ya sospecha del contacto, presiente el peligro y corre presto para atestiguar el secuestro de Vesper. Sube al Aston Martin, veloz, acelerador a fondo, cuando se topa con la mujer maniatada tumbada sobre el asfalto. El Agente fuerza un volantazo que desequilibra el vehículo para voltear hasta el siniestro. Apenas consciente, Le Chiffre le confiesa la traición de Mathis. Los agentes son separados. Le Chiffre, sabedor de que sus conocimientos le suponen la inmunidad ante los gobiernos, quiere el dinero: Vesper tiene el número de cuenta, Bond, la clave de acceso. Los gritos de la mujer reverberan por el espacio desde un punto indefinido o impreciso. 007, desnudo en una silla a la que se le ha abierto el asiento, empieza a ser torturado por Le Chiffre con la sutil técnica de golpearle los testículos con un nudo de cuerda. Tocamiento de cojones que Bond, indefenso, se toma con filosófico humor hasta que, de repente, irrumpe el Señor White, matando a Le Chiffre y a su abyecto séquito. Narcotizado o anestesiado por las premisas de la operación quirúrgica, durante sus breves segundos de lucidez, Bond sólo es capaz de percibir las siluetas de Vesper y Mathis. La recuperación consolida el amor de la pareja protagonista, transfiere el dinero ganado con la partida en el Casino (la clave de acceso era el nombre de la amada: Vesper) y pergeña la detención de Mathis. Vesper y Bond deciden, pues, despedirse de sus trabajos y complacerse con la vida y el amor. Y ahí tenemos a la pareja de amantes, de idilio por Venecia, hasta que la preocupación nubla la mirada de la mujer, cuando columbra la siniestra figura de Adolph Gettler (Richard Sammel). Al poco, al ausentarse Vesper de la habitación de hotel, Bond recibe una llamada de M, advirtiéndole de que el dinero de la partida aún no ha sido ingresado en el Tesoro. Contrariado, 007 (o ex 007, ha enviado su carta de dimisión) va detrás de Vesper y observa cómo le entrega un maletín a Gettler. Su presencia en escena alerta a los secuaces, las ráfagas de balas silban por doquier y Vesper es intimidada, conducida al interior de un edificio apartado y encerrada en la cabina del ascensor. Desde allí, la mujer contempla la lucha de Bond, que ha debido disparar a los dispositivos de flotación que sostienen los cimientos del edificio, con el comando de malvados, en tanto la construcción se va desmoronando y hundiendo bajo las aguas venecianas. A costa de extraviarse el maletín durante la refriega, Bond derrota al comando e intenta rescatar a Vesper, que se ahoga, recluida en el cubículo metálico; pero la mujer, destrozada por el remordimiento de sus actos, cierra desde dentro y se deja inundar los pulmones, pereciendo ante la impotencia de Bond, que nada puede hacer por salvarla. El Señor White, espectador distante del drama, se aleja con el maletín del dinero. Más tarde, M informa a Bond de que el novio franco-argelino de la agente del Tesoro había sido secuestrado por la organización secreta vinculada a Le Chiffre y White y había acordado entregar el dinero de la partida en el Casino Royale con la única condición de que no se matara al espía británico. Así, Bond, que conserva las escasas pertenencias de su amada, se entera del número del teléfono móvil de White, y se cierra el metraje con una secuencia rompedora en la saga, demoledora del canon. White admira el horizonte de las vistas italianas, cuando recibe una llamada, al preguntar por su interlocutor, un disparo en la pierna lo hace deslizarse o reptar (como la serpiente que es) por el suelo, aspirando a encontrar cobijo. Los míticos acordes suenan de fondo, y, portando un subfusil UMP con silenciador, surge 007, quien le responde: «Mi nombre es Bond. James Bond».


    Es, sin duda, «Casino Royale» una de las entregas más redondas, perfectas, de la saga, de las mejores. Y una de las mejores películas de acción y espionaje (o acción con dosis o amagos de espionaje) de la historia del cine. La plenitud de la narrativa de su guión, el potente realismo y el intenso carisma de sus personajes, la maestría interpretativa de sus actores, el impecable acabado de sus escenas de acción, con esa pátina de tensión que traza su desarrollo, la excelencia de la fotografía, en su variedad de tonalidades, en su presente y su pasado, en su interior y su exterior, en su noche y su día. Ese trágico reflejo en el cual Bond no puede salvar a Vesper, cuando ella lo había salvado antes, y con el paralelismo de la reanimación cardíaca. Martin Campbell volvió a situar a la saga en lo más alto del panorama cinematográfico mundial, con el récord de recaudación para la franquicia hasta la fecha (quedaban seis años para «Skyfall» y sus más de mil millones), nuevamente, con la primera película de un actor en el papel protagonista. Aplauso general de crítica y público, un puñado de premios y continuo referente fílmico.


    Acalló Daniel Craig muchas bocas podridas de desconfianza, envidia y clasicismo hipócrita. Su perfil animal, visceral, bestial del personaje, sus constantes errores de natural bisoñez, su carácter soberbio inauguraron un estilo diferente, un agente secreto diferente; al cabo, cada actor había imprimido un cariz propio en el personaje. Primeras entregas al margen, nunca se había prescindido de Q y Moneypenny, carencias que no se censuraron o condenaron, al contrario de lo que ocurriría con la infravalorada siguiente entrega de la saga…


Julián Valle Rivas

Destacados

Lucena Digital

Prensa independiente. Lucena - Córdoba - España

Aviso Legal | Política de Privacidad | Política de CookiesRSS

© 2025 Lucena Digital, Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización