EL DESMADRE DE LAS PRIMERAS COMUNIONES, por Alfonso Jiménez
El altar estaba bellamente adornado de flores. El templo hervía con el bullicio de un público muy diverso, pero todos, eso sí, de espléndido estreno: desde el chupete del recién nacido hasta el bolso de la abuela. Había tanta expectación como impaciencia y alboroto. Por fin, desde la sacristía aparecieron dos filas de niños y niñas que se situaron en torno al altar. Todos iban perfectamente vestidos. De nata.
Dos fotógrafos oficiales tomaron posiciones para hacer su trabajo. Bastantes familiares se apañaban como podían para captar con sus cámaras de vídeo todos los detalles. Crecía el jaleo y el cura esperó unos minutos para ver si se callaban. Luego rogó:
- Por favor, guarden silencio. (El ruido era tal que estas palabras nadie las pudo oír). Por eso, el cura volvió a repetir:
- Un poco de silencio, por favor, para que podamos comenzar.
Los que ocupaban la nave central se comenzaron a calmar, pero las naves laterales parecían un mercadillo. Se había improvisado un pequeño parking de cochecitos de bebés, en donde cada familiar jaleaba los encantos de su parentela. Hasta se hablaba del partido del Real Madrid. El pobre cura tuvo que decir ya en plan irónico;
- Comprendo que muchos de los presentes no estén acostumbrados, pero si no guardan silencio no podemos comenzar la ceremonia.
Todo seguía igual. Cuando el cura comprendió que nunca iba a calmarse el vocerío, entre el desaliento y el bochorno, empezó:
- Hermanos, nos hemos reunido aquí para............
Después, ritualmente se fueron cumpliendo cada uno de los actos ensayados las semanas anteriores. Pocos asistentes seguían con devoción la ceremonia: alguna madre emocionada y el grupo de catequistas.
Entre los nuevos comulgantes había de todo: unos se mostraban atentos; otros, nerviosos; algunos, sólo estaban pendientes de las cámaras. Al lado, en los laterales, el barullo continuó hasta el final.
- Podéis ir en paz, aleluya, aleluya --concluyó el sacerdote. Y el templo se fué quedando libre de aquellos asistentes que, entre achuchones, dejaban la iglesia para coger un buen sitio en el convite, al que seguiría una fiesta con payasitos y todo. Noté cierta tristeza en el sacerdote oficiante y me dio por pensar que nos estábamos pasando con el tema de las comuniones. Que no tenía sentido tanto lujo, tanto jaleo, tanto desmadre, en un acto religioso que, en definitiva, consistía en recibir por primera vez a Jesús, aquél que no tenía en donde reposar su cabeza.