Desfiles, por Pepe Morales

desfile fiesta nacionalMarchar en fila, en orden y a veces en formación –delante o no de la autoridad– o salir una persona tras otra de alguna parte, son actividades para entretener al público asistente cuyo papel se centra en mirar a quienes desfilan, escrutando detalles como en una convención de “viejas del visillo”. Antes del desfile, las miradas y las lenguas distraen la espera pasando revista a la asistencia, subrayando sus indumentarias y sus compañas, desmenuzando las ausencias y especulando con los probables motivos de la no presencia de gente señalada.


En tiempos no muy remotos, la no asistencia a determinados desfiles era pecado y motivo de señalamiento social, al tiempo que la inasistencia a otros era considerada delito con graves consecuencias penales y sociales para los ausentes. Aunque delito y pecado han desaparecido hoy del horizonte sancionador divino y humano, no se puede decir lo mismo del señalamiento social que permanece arraigado en lo más profundo del comportamiento público de amplias capas sociales devoradas por el postureo en sus más variadas formas.


La derecha utiliza los desfiles, como siempre ha hecho, para pescar acólitos con la romana fórmula del “panem et circenses” y, de paso, apropiarse de las tradiciones de la ciudadanía incauta que acude a ellos cegada por el ajado esplendor que resiste el paso del tiempo a golpe de subvención y alcanfor ideológico. La asistencia a desfiles se renueva de una a otra generación como parte de la educación sentimental de la tribu que los padres legan a los hijos, como las deudas y otras sorpresas que en muchos casos acompañan a las herencias.


Quien haya visto un desfile de anorexias, tallas imposibles, cosificación del cuerpo, andares ensayados, rostros emborronados, andrajos con pretensión indumentaria y complementos sin función, recurrirá al meme de preguntar si un plátano pegado con fixo a la pared de un museo es arte. ¿Quién se pone los modelos mostrados en un desfile de moda? La misma gente capaz de pagar millones de dólares por el plátano. Y sin embargo, buena parte de los asistentes toman notas para plagiar lo visto a bajo coste, quitarle estridencias y hacer caja.


Quien asista a un desfile de capirotes, mantillas, cofrades, santeros/costaleros, penitentes, autoridades, tricornios de gala y banda de música, asistirá a una pasarela de personas en competencia con la cabalgata de reyes, el carnaval y el recuerdo nostálgico de las troupes circenses haciendo las delicias del público congregado en las calles. Confluyen entre los participantes y el público sentimientos encontrados: la mundana vanidad, el fariseísmo y el adoctrinamiento conviven con la recoleta espiritualidad cristiana pregonada por la Iglesia.


¿Quién no ha presenciado en su vida una parada militar? Son los desfiles por excelencia, sometidos a un rígido protocolo marcial, que muestran el músculo del Estado para sembrar muerte y destrucción. La coreografía uniformada y ensayada hasta la extenuación realza el mortífero equipamiento de unas tropas con la razón y la humanidad extirpadas. Espectáculo y esperpento reúnen hoy, de forma grotesca, cruces y fusiles, capirotes y chapiris, túnicas y correajes, tronos y tanques, cofrades y legionarios en un obsoleto revival nacionalcatólico.


En otros desfiles –pocos de utilidad pública y muchos nocivos para la convivencia– es el público quien desfila, como en las capillas ardientes de celebridades, en los besamanos de la Casa Real, en las comparecencias en comisiones políticas o en determinados juzgados donde se practica el lawfare. Unos y otros son la arraigada cultura que normaliza las colas en cualquier servicio público o privado, en las puertas de los conciertos, en las cajas de los hipermercados o las insufribles listas de espera en la Sanidad Pública… y en la privada.


“Cuando la fiesta nacional / yo me quedo en la cama igual, / que la música militar / nunca me supo levantar. / En el mundo pues no hay mayor pecado / que el de no seguir al abanderado” (Georges Brassens).

Pepe Morales

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