Sobre amigos, bodas y helados, por Julián Valle Rivas

  Es una tarde estival andaluza, seca, de esas en las que el sol, atestado de osmio, cae sobre la cabeza, impertérrito, pervertido por la displicencia y tonificado por la intolerancia hacia una especie que se empecina en devastar uno de sus planetas. Es una tarde, tecleaba, calurosa, de verano retorcido, de bochorno replicado, de esas que prefieres pasar en el hemisferio sur o, demasiado enervado para desafiar la muralla ecuatorial, directamente en Siberia.
 

 El caso es que no, que esta tarde de primeros de agosto, machacante de canícula, camino por la ciudad al encuentro de un amigo. En los últimos tiempos, apenas vislumbro hueco para el ocio, lo cual implica descuidar a los amigos. Para alguien como yo que se precia de no tener amigos virtuales, afincados a miles de kilómetros, vinculados por la acción internáutica, ni maldita la gracia, porque prefiere abrazarlos; que no se perfila en redes sociales, aireando intimidades, ni maldita la falta, porque, sinceramente, le importa un carajo el careto que alguien pueda tener al despertar, lo que ese alguien haya hecho antes de ir a cagar o cómo el alguien ha surfeado una ola en la Costa del Sol; y porque, si quiere saber algo de alguien que le importe, ya se lo preguntará o el mencionado alguien se lo contará, si le place. Para un misántropo analógico como yo, confesaba, descuidar a los amigos es un lujo que no se puede permitir. Sobre todo, si estos amigos son nobles y honrados, honorables y leales, de los que te soportan en las malas épocas y se alegran por ti en las buenas, de los que no te marginan jamás, y apechugan a las duras y a la maduras, con lo que se tercie, como si de un familiar querido y cercano se tratara.
 

 Me reúno con este amigo, entonces, nos abrazamos y nos resguardamos en una conocida heladería local. El hombre se casa en un par de semanas, así que podrá imaginar, empático lector, los pormenores de organización que se le apilan. Pese a, le había rogado una breve cita antes del lance matrimonial, la cual ha cerrado en cuanto ha podido. Me preocupo por su situación, por el nuevo estatus que se le avecina, y quiero asegurarme de que está bien, que todo marcha como es debido, dadas las circunstancias, que puede confiarme lo que necesite, aunque lo único que necesite sea que esté allí ese día, compartiendo con él el momento. La boda, en fin, será una boda pagana, o hereje, esquiva a la tradición, un repelente para los cánones tradicionales, pues será civil, y adornada con toda la solemnidad, pompa y fanfarria que el acontecimiento merece. Decisión que me parece, atención, estupenda: cada cual es libre de condenar su alma al gusto. Mi amigo, filósofo del pragmatismo, para quien el evento se reduce a la firma de un papel, acepta encantado el trámite fandanguero que su futura esposa ansia. La quiere, y desea hacerla feliz, consecuencia que bien vale un puñado de quebraderos de cabeza, o dos… Ya he tecleado que mi amigo es un gran tipo.
 

 En el establecimiento, rebajado de grados por función mecánica, mi amigo pide no tanto un helado como una extravagante mescolanza chocolatera, impúdica, que rebosa el envase y me avergüenza. Elección que le recrimino enérgicamente: su cuerpecillo, fofo y lastimoso, cuasi esponjoso y cuarteado de lorzas, que relegó la musculación al ostracismo hace centurias o la pospuso, al menos, en un barbecho estacionario y desolador, no ha de verse sometido a tamaña paradoja calórica, la cual no deja de ser una humillación vitamínica y un oprobio gastronómico. Sin embargo, mi amigo, hecho a la debilidad de espíritu y a la comodidad en la voluntad, devora el mejunje cacaotal, compensando la falta del empacho de conciencia con el de estómago; mientras le recuerdo que no puede esperar el respeto de los demás, quien no se respeta a sí mismo.
 

 En ésas estamos, charlando de nuestras cosas, en mutua y agradable compaña, con los móviles a un lado de la mesa, excluidos de la conversación, recurriendo mi amigo al suyo sólo una vez, para mostrarme imágenes del lugar donde se celebrará el matrimonio y ofrecerme indicaciones para la llegada y el acceso; cuando entra en la heladería un grupo de cuatro amigos, todos recios, con un sobrepeso quizá algo más fuerte que grasiento. Los integrantes del llamativo grupo visten pantalón corto y camiseta, la mayoría se ha decorado con tatuajes. Adquieren unas groseras copas de helado que ridiculizan la aventura chocolateada de mi amigo, ocupan una de las mesas vacías y hunden la mirada en sus respectivos móviles, levantándola únicamente para colmar la próxima cucharada de helado, sin amagar con la comunicación entre ellos.
 

 Al abandonar la heladería junto a mi amigo, el grupo, con la segunda ronda de copas sobre la mesa, como hipnotizado, mantiene la cabeza inclinada; y pienso que, existiendo amigos y amigos, es una suerte tener los míos.

Julián Valle Rivas