Santódromos con taquilla, por Pepe Morales
Las personas hacen lo que quieren con su vida privada en su tiempo libre, ¡faltaría más! Pueden optar por pegarse una paliza de deporte, disfrutar de las artes, visitar otros paisajes, hacer tertulias con amistades y familiares, atender asuntos logísticos del hogar o dedicarse al placer del “dolce far niente” encastradas en el sofá y con el mando a distancia como apéndice biónico del cuerpo. Todas disfrutan de ese derecho excepto las que, por diferentes circunstancias, sacrifican los momentos de ocio ajeno en el materialista altar del negocio.
CaixaBank patrocina el dato de que, en las cuatro jornadas de liga disputadas en febrero de 2024, 1.200.000 personas acudieron a ver algún partido de fútbol de primera división en directo, lo que supone una media del 83,9% del aforo de los diez estadios activos en cada jornada. Para los residentes en la ciudad donde se juega, ver un partido supone una inversión de tiempo y de dinero nada despreciable; para los no residentes… hagan cuentas. Además, hay otras categorías profesionales y amateurs, y también las de fútbol base.
No hay duda de que el fútbol es el narcótico preferido por la sociedad, en España y en el mundo, con diferencia. El fútbol es la envidia de los camellos que trafican con otras drogas para nublar los entendimientos y manipular a gusto al personal. Le siguen muy de cerca las religiones, con una competición milenaria entre las que se autoproclaman verdaderas y sus derivados heterodoxos, sectarios y facciosos. Quienes padecen de poliadicción llegan a llamar a Messi El Mesías, Dios a Maradona y La Catedral al estadio de San Mamés.
Las ligas y los torneos con balón son rentabilísimos negocios que exprimen los bolsillos de la afición más enganchada a través de taquillas, televisiones de pago, merchandising y mil artimañas más: hay clubes de fútbol que cotizan en bolsa. Las ligas de la fe son negocios muy rentables que llevan siglos viviendo como Dios a costa de afanar para sí suculentas tajadas de los tributos del César, pero este modelo de negocio no genera toda la riqueza que la jerarquía mitrada de Iglesia Católica S.A., ambiciosa insaciable, dice necesitar.
Los llenos en los templos se reducen a un par de fiestas mayores consagradas al postureo vecinal y a los cada vez menos numerosos eventos que los utilizan como decorado en la industria conocida como BBC. Ahora llega, perezosa, la temporada alta para el negocio religioso, con desfiles de ídolos por toda España que animan al desenfrenado consumo de productos semanasanteros o a la huida de las ciudades por el ruido y la turistificación. El modelo de negocio cofrade está obsoleto y debe actualizarse para competir con el fútbol.
Imaginen que cada ciudad contase con recintos cerrados especialmente diseñados para acoger el espectáculo de los desfiles procesionales y la parafernalia que éstos conllevan: un santódromo. Los tornos en las entradas permitirían contabilizar la asistencia de público para luego verificar los ingresos de taquilla, todo el graderío comulgaría con las mismas pasiones y el resto de la ciudadanía podría usar sus calles y plazas sin la estridencia de cornetas y tambores, el tufo a incienso y el peligro de caídas que supone la sucia cera derramada.
Las cofradías dispondrían de un lugar para instalar barras y de puestos en los que vender camisetas y estolas de los colores litúrgicos personalizadas para que la hinchada vitoree a las cuadrillas y los pasos. Los palcos VIP acogerían a las autoridades civiles, religiosas y militares. Sin interrumpir el tráfico ni cortar calles, sin horas extras de funcionarios públicos, sin dañar a la hostelería durante el resto del año, sin dilapidar dinero público, el negocio de la fe crecería: alguna cofradía cotizaría en bolsa y algún obispo entraría en la lista Forbes.
Pepe Morales