Saga Bond: Sean Connery (y VI), por Julián Valle Rivas

diamantes para la eternidad sean conneryEn concreto, un millón doscientos cincuenta mil dólares desembolsó United Artists a Sean Connery para que aceptara volver a interpretar al Agente 007 en «Diamantes para la eternidad» (1971), además de otorgarle facultades de decisión en la producción y el compromiso de posibilitarle dos películas más. El pastizal Connery, como un señor, lo donó a una institución educativa escocesa (ni necesitaba vivir de la actuación, pues había repuntado como empresario, ni tenía ambiciones económicas), las facultades decisorias las ejerció a su gusto, dando el visto bueno cuando lo consideró oportuno, y las dos películas se quedaron en una sola: «La ofensa» (Sidney Lumet, 1973), producto irregular que adaptó la obra teatral de John Hopkins.


    El fiasco que había sido para Albert R. Broccoli y Harry Saltzman la elección de George Lazenby (no concebían atribuirse la responsabilidad del conjunto de desaciertos en la producción) los había sumido en un trasunto de estrés postraumático con delirios estupefacientes. Esto, unido a la entrada en la nueva y esperanzadora década de los setenta, les llevó a vislumbrar una idea corroída por la desesperación: había llegado el momento de americanizar la saga. Para ello, aprovecharon un viaje promocional por Londres para contactar con Adam West (sí, el Batman), quien declinó la oferta de encarnar a 007, al estar comprometido con su personaje fetiche. Fue John Gavin, actor que había alcanzado, quizá, su máximo esplendor en 1960, apareciendo en «Psicosis» y «Espartaco», quien firmó el contrato para interpretar a James Bond. Sin embargo, United Artists se había empecinado en reconquistar a Sean Connery. Por descontado, Broccoli y Saltzman no iban a rebajarse a plantarse ante el escocés para rogarle nada, así que pidieron a Ursula Andress que intercediera en el asunto. Connery, engrandecido por las ínfulas de la imprescindibilidad (declaró en una entrevista promocional algo como mira tú la basura que ha salido sin mí y el sindiós que se ha montado), propuso sus condiciones, y lo demás es historia, como que a Gavin se le abonó toda la cuantía convenida, por las molestias.


    Para poner un poco de orden, se volvió a confiar en Guy Hamilton, no sólo por sus resultados en «James Bond contra Goldfinger» (1964), filme del que también se recuperó a Shirley Bassey, para la canción original; sino porque se había baqueteado en el oficio como asistente de Carol Reed o John Huston. Se conservó al resto del equipo técnico, incluido al habitual guionista Richard Maibaum. Su guión partió de la novela homónima de Ian Fleming, aunque incorporó como villano al gemelo de Auric Goldfinger. Concebida la trama, Broccoli despertó una noche tras un sueño visionario en el cual había recreado el particular encierro de su amigo el excéntrico Howard Hughes en su ático del Desert Inn de Las Vegas (se decía que Broccoli enviaba a Hughes todas las películas de Bond en 16 milímetros). La historia le pareció lo suficientemente interesante como para incorporarla al guión, por lo que se contrató los servicios del joven Tom Mankiewicz (hijo del prodigioso Joseph L. Mankiewicz) para encargarse del trabajo. Ni siquiera Connery puso objeciones a la versión de Mankiewicz. Al fin y al cabo, el proyecto se originó con la intención de integrar sangre fresca a la saga.


    Broccoli y Saltzman prometieron a Hamilton todo lo que necesitara, por eso, cuando pidió que cerraran durante cinco noches el tramo de calles de Las Vegas para el rodaje de la escena de la persecución en coches, bastó con que Broccoli llamara a su amigo Hughes para conseguirlo. La fase de producción en Las Vegas sumó la anécdota de la ruina de todo el equipo técnico, que se dejó los cuartos y los quintos jugando en los casinos, y del parche que debieron montar en edición para solucionar la chapuza de la orientación de la inclinación del coche a dos ruedas entre lo filmado en estudio y en exterior. Luego, un descuido del asistente de dirección casi arruinó la secuencia del asalto a la plataforma petrolífera, al explosionar toda la pirotecnia a destiempo. De aquí, por cierto, se eliminaron los planos de la intervención de los buceadores, cuya presencia se coló en los carteles, diseñados y elaborados antes del montaje definitivo.


    Se presenta, en esta nueva entrega de la saga, a un 007 en modo «berserker», arrasando el mundo a la búsqueda y captura del asesino de su esposa: Ernst Stavro Blofeld (Charles Gray, actor que había tenido un pequeño papel en «Sólo se vive dos veces» —1967—), quien se oculta de sus enemigos valiéndose de dobles a los que somete a cirugía estética. Convencido de haber acabado con él ahogado en una extraña solución viscosa, miscelánea de barro y Blandi Blub (en realidad, un potingue a partir de puré de patatas que apestó el plató al día siguiente), regresa al servicio activo para investigar una trama de contrabando de diamantes procedentes de Sudáfrica que amenaza la estabilidad comercial británica. En el país africano, una misteriosa pareja, los señores Wint y Kidd (Bruce Glover y Putter Smith), intercepta el mercadeo ilegal y asesina a los traficantes locales, quedándose con el alijo. Por su parte, la misión conducirá a James Bond hasta Ámsterdam, donde asume la identidad del conocido contrabandista Peter Franks (Joe Robinson) (la producción aprovechará para introducir con calzador al personaje de Moneypenny —Lois Maxwell—) para contactar con Tiffany Case (Jill St. John), que mediará en la venta. En ello, 007, peligrando su tapadera, debe bloquear la aparición de Franks, a quien, tras matarlo, hará pasar ante Case por él mismo en un prestidigitador intercambio de carteras de la cual extrae la identificación internacionalmente reconocida de miembro del Club Playboy. La operación conduce a Bond y Case hasta Las Vegas, donde se halla el comprador que se sirve de una funeraria como tapadera. No obstante, escabullido de la muerte por enésima vez, Bond descubrirá que los diamantes son falsos. Los escarceos heroicos y amorosos de Bond llamarán la atención de Willard Whyte, multimillonario propietario del Hotel-Casino Whyte House, personaje que se revelará a 007 como Blofeld, o cualquiera de sus dobles, el cual ha secuestrado al verdadero Whyte y emplea un aparatejo para manipular su voz por teléfono (aparatejo que pronto, cómo no, Q replicará para timar a Blofeld). El nuevo y maquiavélico plan de Blofeld resulta ser el de utilizar los diamantes para crear un gigantesco satélite láser capaz de destruir desde un submarino hasta una base militar. Superada la misión de rescate de Whyte (Jimmy Dean), se encuentra el centro de operaciones de Blofeld en una plataforma petrolífera hasta donde se desplazará Bond. Allí, Blofeld controla el láser a través de un sistema tan rocambolesco como un simple casete que 007 con la ayuda de Case tratará de trocar. Frente a la amenaza de Blofeld de atacar Washington, el agente británico ha de actuar rápido y, con la colaboración de los marines comandados por su amigo Felix Later (Norman Burton), derrotará, por supuesto, a Blofeld, desmantelando su malévolo proyecto. A modo de epílogo, durante el crucero regalado por Whyte a Bond y Case, los señores Wint y Kidd, quienes han estado haciendo de las suyas a lo largo de todo el metraje, intentan asesinar a 007. Pero la peculiar fragancia de Wint alerta al agente secreto, cuya reacción frustra los criminales propósitos contra su persona, finiquitando a los asesinos y disfrutado, al fin, del crucero con Case.


    Siento admitir que, en este Sean Connery de cuarenta y un años, ya no puedo identificar a James Bond. Para mí, es el Connery de «Asesinato en el Orient Express» (1974) o «El hombre que pudo reinar» (1975), que roza «Atmósfera cero» (1981). Un Connery de apariencia madura, veinte años por encima de su edad, cuyo destino en el MI6 sería una oficina o un espionaje intelectual, sibilino y conspirativo, no un agente de campo que recorre el mundo riéndose de la muerte y seduciendo mujeres. Por otro lado, la trama entierra (o fulmina o evapora) en un instante el odio y la visceralidad aniquiladora de Bond contra Blofeld por el asesinato de su esposa, y fuerza el giro de la historia de Blofeld en Las Vegas. De cualquier manera, la saga logró su objetivo de recobrar el favor del público, y Connery adoptó la sabia determinación de colgar la Walther PPK para siempre. Por desgracia, en 1983, aún recordaba dónde.


Julián Valle Rivas

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