Saga Bond: Sean Connery (V), por Julián Valle Rivas
Que la serie de animación «Los Simpson» adapte la principal escena de acción en uno de sus episodios revela (quizá) la especial trascendencia del quinto largometraje de la saga, protagonizado, a base de reuntar la mano con manteca verde, por Sean Connery, quien estaba hasta la coronilla clareada del personaje, hartazgo que hacía público sin dolerle prenda alguna. En cuestión de cinco años, su físico (reconozco que puede ser una impresión muy personal) había experimentado una metamorfosis kafkiana, y el 007 que había desafiado al Doctor No se antojaba una figura pleistocénica, en comparación; no simplemente pretérita, sino pretérita pluscuamperfecta, práctica autoinfligida de deglución.
Lo cierto es que la producción de «Sólo se vive dos veces» (1967) andaba muy apurada de tiempo, empachada de retrasos. Desde «Goldfinger» (se había anunciado en sus créditos finales), los productores recreaban en torno al desarrollo de «Al servicio secreto de Su Majestad», sin llegar a prosperar, sobre todo, por los exteriores nevados. El contrato de Connery se aproximaba con fatalidad a su fin y el guión ni siquiera se encontraba cerrado. Para dar forma a la idea original de Geoffrey Jenkins (muy retocada o influida por Broccoli, opacada de la obra original), se contrató a un viejo amigo de Ian Fleming, Roald Dahl, famoso por sus relatos y novelas de corte infantil y juvenil, quien no supo dar ese toque de adultez extrema a un trabajo que hubo de ser apuntalado por Harold Jack Bloom. El inesperado éxito de la comedia «Alfie» (1966) abrillantó las credenciales de Lewis Gilbert para la dirección, pero las hojas del calendario caían y urgía una segunda unidad solvente que rodara las escenas de acción. Durante el viaje a Japón en busca de localizaciones, se toparon con Peter Hunt, conocido de la producción, a quien se le propuso supervisar de nuevo la edición y asumir ahora la dirección de la segunda unidad. Por su parte, la base secreta de SPECTRA en el interior extinto del volcán implicó un doble reto. Ken Adam, diseñador de producción, maquetó un inmenso escenario con falsa laguna como techumbre retráctil presupuestado en un millón de dólares, que Broccoli aprobó sin pestañear. De inmediato, se inició en Pinewood la construcción de la mole, mientras se dudaba acerca de si Freddie Young, director de fotografía, sería capaz de iluminarla… Cerró muchas bocas o las abrió de puro pasmo.
El rodaje de la película no estuvo exento de problemática. En tanto continuaba la construcción en Pinewood, el aterrizaje de Connery y su esposa en Japón fue un acoso de prensa constante; corrió, además, el bulo de que la producción no asumiría determinadas deudas en el país; Diane Cilento, esposa de Connery, rotando en disfraces, acabó interpretando a todas las nadadoras o buceadoras de la secuencia pesquera; el cámara aéreo John Jordan perdió un pie durante la grabación del combate de los helicópteros; las actrices japonesas, a quienes se pagó un viaje a Gran Bretaña al objeto de aclimatarse al idioma, no terminaban de cubrir sus papeles (sólo la amenaza del honorable suicidio persuadió a Gilbert); y los primeros minutos de metraje con Jan Werich, actor checo contratado para interpretar a Blofeld, fueron descartados por el director, pues su perfil se le manifestaba bonachón en exceso. Donald Pleasence se convirtió, así, en recurso de última hora. Al menos, la canción de Leslie Bricusse a la voz de Nancy Sinatra maquilló el reflejo chirriante de los créditos de apertura.
Cuando una nave espacial desconocida captura a otra estadounidense que gravita por el espacio sideral, las alarmas de la Guerra Fría resuenan por doquier, al culparse a los soviéticos. El Servicio Secreto Británico ha hallado indicios de ubicación de la nave enemiga en el mar de Japón. Hasta allí se envía a James Bond, quien fingirá su muerte, con mucha pomposidad de exequias marinas y marítimas, con el propósito de infiltrarse por la zona (lo que torna en sinrazón la publicación de su foto en las esquelas de los periódicos). Será el contacto del Servicio Secreto en el lugar, Dikko Henderson (Charles Gray), antes de ser asesinado con alevosía, quien pondrá a 007 tras la pista de una empresa japonesa y convendrá su reunión con el jefe del Servicio Secreto Japonés, Tanaka (Tetsuro Tamba), a través de Aki (Akiko Wakabayashi). La empresa sospechosa resulta ser Industrias Químicas Osato, de donde Bond, en una meteórica incursión, extraerá un puñado de documentos que vinculan a la empresa con un encargo portuario de oxígeno líquido, compuesto empleado en las naves espaciales. Citado en las instalaciones de la Osato, 007 conocerá al propio dueño (Teru Shimada) y a su asistente, la bella Helga Brandt (Karin Dor). Al cabo, ambos se desenmascararán agentes de la organización SPECTRA, que planea su enésimo caos mundial, desestabilizando la carrera espacial de las potencias. Seguir a Osato lo conducirá hasta una isla que Bond explorará en modo aéreo sirviéndose de una suerte de autogiro customizado con los más punteros sistemas de armamento proporcionado por Q (Desmond Llewelyn) en persona, y que nos dará una interesante secuencia de acción aérea, en la que el retroproyector hace hoy de las suyas en los primeros planos de Connery. El caso es que, superados varios intentos de asesinato (uno de ellos costará la vida a Aki), con la intención, supuesta intención, de pasar desapercibido, Tanaka hace caracterizar a Bond como un japonés y organiza su boda ficticia con la agente Kissy Suzuki (Mie Hama). Descubierta la base secreta volcánica de SPECTRA, sede del contraataque terrorista aeroespacial, por Kissy y Bond, éste se adentrará en ella, después de ordenar a Kissy que se marche para avisar a Tanaka. Pronto, Bond es apresado y puesto ante la presencia del malvado y verborreico, amante de los gatunos blancos, Ernst Stavro Blofeld (Donald Pleasence), quien, agotado por la decepción, ha alimentado a sus pirañas con Helga Brandt. Con la irrupción de Tanaka y su equipo, se montará un espectacular enfrentamiento entre los dos bandos, plagado de ninjas escaladores, disparos, puñetazos y explosiones, del cual logra escapar Blofeld… En fin, la base se destruye emulando una erupción volcánica y Bond y Kissy (por descontado, han quedado solitos a la deriva) son rescatados por un submarino japonés en cuyo interior los esperan M (Bernard Lee) y Moneypenny (Lois Maxwell).
Todavía me hace rechinar los dientes, no lo puedo evitar, esa ridícula caracterización de Bond como un japonés (¡era un peludo hombretón de metro noventa!). Por lo demás, «Sólo se vive dos veces» termina siendo un largometraje de entretenimiento eficaz, que soporta en cierta medida el paso de los años, muy meritorio en sus escenas de acción, sin escatimar ideas y medios (entrevistado Lewis Gilbert afirmó que, si el filme salía mal, no sería por culpa de los productores); y, sin embargo, no copó la recaudación de su antecesora, aunque la moda del espía saturaba ya el mercado cinematográfico; no en vano, aquel mismo año de 1967 se estrenó esa versión apócrifa, esperpéntica y alucinógena, proyectada bajo los efectos de la psicodelia, que fue «Casino Royale». De cualquier manera, «Sólo se vive dos veces» será recordada por la postrera retirada en falso de Sean Connery, un paréntesis inesperado abierto en la ignorancia de ínfulas desmembradas por el destino.
Julián Valle Rivas