Maleducados de la acera, por Julián Valle Rivas

maleducados dela aceraEntre la golfería humana que chafarrina, con su transitar tirado y cansino, la vía pública, como un pintor chafarrina las paredes de una casa tirando de gotelé, existe un reducto social infame, compuesto por los maleducados de la acera.


    No desearía malgastar estas líneas en los imbéciles del patinete o la bicicleta que, maleantes del civismo y forajidos de la ley, se dedican a librar sus cojones del peligro de los vehículos a motor, a costa de ningunear y despachar a base de timbrazo o superioridad industrial a los viandantes que recurren a la acera o las calles peatonales. Y es que esta ralea, digna de ser perdigonada violando cualquier legislación en materia de caza, sobrevive gracias a la connivencia de las autoridades que se la agarran con papel de fumar, condonando la sanción, y a la educación de los caminantes que, por un sentido cuasi religioso de la colectividad, no patean al tonto de turno del patinete o atascan con un palo los radios de la rueda del capullo de la bicicleta. Tonto del patinete, por cierto, contra quien ya tuve ocasión de despacharme a gusto en algún título anterior.


    Pero tecleaba que iba a dejar al margen a esta especie invasora rodadora, para centrarme en la andadora, entre la cual, anotaba, persiste una raza cancerígena que contagia sus malos modos, porque el personal, con esas bombillas fundidas que conserva enroscadas a veces en los casquillos del entendimiento, imita o asimila aquellos comportamientos que padece, sobre todo, si tales comportamientos son más propios de salvajes individualistas que de respetuosos gregarios.


    El caso es que, cuando caminas por la acera, sólo puedes aguantar tranquilo los cuatro pasos exactos que tardas en cruzarte con los variopintos modelos del percal. Está el maleducado del móvil, quien avanza ajeno al que se le ponga por delante, pendiente de la pantalla y de la destreza de los pulgares. Como lo cortés no quita lo valiente, sí hay que reconocerle esa capacidad para mantener la línea recta sin mirar al frente, con la vista perdida en la cuadrícula luminosa, obligando a quien camina en sentido contrario a desviarse, apartarse o bajarse de la acera, claro, a riesgo de ser atropellado por el puñetero maleducado del móvil que no distingue por sexo, nacionalidad o edad. Siendo más partidario de aporrear con su propio teléfono a tal maleducado, también soy consciente de las inapropiadas implicaciones penales que acarrearía la justa respuesta, de modo que resultaría de interés incorporar nuevas microcámaras al dichoso teléfono, la cuales activarían una sucesión de subpantallas, como los coches al aparcar… Aunque, insisto, lo del aporreamiento es tratamiento contundente, inmediato y eficaz, tratamiento de choque, con resultados efectivos y garantizados.


    Por supuesto, nos encontramos, entre la caterva de maleducados de la acera, a quien se enseñorea por mitad de la anchura, con su par de bolas o su bisectriz (seamos paritarios en esto de la mala educación en la acera) abocetando la medianera durante el trayecto. Además de señorito de cortijo arruinado, este tipo de maleducado de la acera deviene en fanático empedernido. Obcecado en su labor de marcar la línea media, no alterará un milímetro su paso para permitir la marcha de otros seres menos comprometidos con la causa, quienes habrán de escorarse, perfilarse o subvirar, confiados en sus reflejos.


    Otro maleducado de la acera a quien debería ser lícito decapitar es el puto dueño del perro, en su doble versión o modalidad, y apreciándolas como «numerus apertus», susceptible de nuevas incorporaciones. Como primer ejemplar, podemos fácilmente encontrarnos con el idiota que pasea al perrito enganchado a una correa extensible y extendida hasta los dos metros, por descontado, en perpendicular; de suerte que, si no andas ágil (nunca mejor tecleado lo de andar), todavía puedes enredarte o tropezarte con la maldita correa y caer de bruces al suelo. Una segunda modalidad es la del irresponsable que pasea al perro sin ataduras, hasta el extremo de que al perrete le puede dar por lanzarse hacia ti, al presentir tu proximidad. «¡No hace nada!», espetará el gilipollas del dueño, al percatar tu reacción defensiva frente al avance del animal… Tus muertos que no hace nada, pedazo de cabrón… El animal no hará nada, si tú lo conoces a él y él te conoce a ti… El animal no hará nada, hasta que se le cortocircuiten los cables y lo haga.


    Sin duda, el prototipo de maleducados de la acera que más me encorajina es el de las parejitas o los grupitos. Los dos o tres o cuatro que pasean por la acera uno al ladito del otro, en buena compaña y armonía, absortos en su dicharachera y amigable conversación, todos convencidos de que la transversalidad, el trazado de borde a borde es el estado idóneo, adecuado uso de la acera, imperativo categórico, regente del comportamiento humano. Los demás, los siervos de credos inferiores quedarán supeditados a buscar el cobijo de un zaguán piadoso o, fuertes de piernas, constantes en el entrenamiento y voluntariosos en la superación personal, a coger carrerilla y saltar por encima a los muy mamones, cuales vallas olímpicas.


    En fin, pues eso, que no soporto a los maleducados de la acera.


Julián Valle Rivas

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