Annual 1921: Los precedentes, por Julián Valle Rivas

conferencia algeciras marruecos lucenaPara la España de principios del siglo XX, el norte de África era la última esperanza de expansión territorial, tras las ruinas de 1898. El último intento de rescatar del olvido aquel brumoso concepto de las Españas, apenas atisbado ya entre los diluidos rincones de la memoria. El último esfuerzo por cicatrizar las heridas de un orgullo que se había confundido con la vergüenza. El último medio para asegurar el peso internacional en una Europa todavía oxigenada de colonialismo. Pero España ya no era las Españas, y estaba cansada, estaba deshecha, estaba corrompida hasta la médula. Y su Rey, Alfonso XIII, a quien puedo defender y condenar cuando me place y se merece, era un señorito cuyos conocimientos militares se limitaban a recolocarse el fajín al pasar revista y cuya experiencia en combate se condensaba en el tiro de pichón por entre las frondas del El Escorial.

 

 

El siglo anterior había sido de poderío y dominio militar, con una sucesión descabellada de pronunciamientos, constituciones y espadones jurando el cargo presidencial o ministerial. Con ello, pese a su pública simpatía por la causa franco-británica, España asumió la neutralidad al iniciarse la Gran Guerra en 1914, dada la presencia de un ejército desmoralizado, derrotado y exiguamente pertrechado y modernizado; posición que no salvó a su flota mercante de los ataques alemanes, con una estimación de un veinte por ciento de hundimientos. Además, las crisis económicas se sucedieron y la industrialización careció de la entidad suficiente como para asumir los impulsos bélicos. La neutralidad, en fin, le sirvió para emprender la recuperación económica, gracias al mercado de suministro hacia los países en conflicto, aunque con injusta redistribución, por el desmesurado incremento de los precios en el interior. En contra, su ejército quedó ignorante en cuanto a las nuevas tácticas y armas de guerra.
 
 
No corresponde a este suscribiente, sino a la Historia, la exposición de los interesados antecedentes de España en el norte de África, los cuales se podrían remontar al siglo XV o XVI. En cualquier caso, durante uno de los repartos colonialistas y la creación de protectorados, en la Conferencia Internacional de Algeciras de 1906, a España, por munificencia francesa, se le adjudicó una pequeña franja norteña de Marruecos, muy desértica y con escasos recursos hídricos, que Gran Bretaña aceptó para no tener a Francia tan próxima al estrecho de Gibraltar, y también Alemania, siempre que, mientras se mantuviera pacificada, no fuera ocupada, si es que el sultán era capaz de mantener el orden. Y claro, en 1907, una serie de revueltas en Casablanca fueron la excusa perfecta para el amago de ocupación franco-española de Marruecos, que se consolidó en 1909, con la guerra de Melilla y los desastres (palabra recurrente a lo largo de esta serie) españoles en el monte Gurugú y el barranco del Lobo, de graves repercusiones en la España peninsular, al punto de derivar en la Semana Trágica de Barcelona. Con reclamo de sumariedad, la movilización y el reclutamiento, las levas, afectaban a los sectores menos favorecidos de la sociedad, pues la legislación, heredera de la época medieval, permitía la exención previo pago de seis mil reales, cuando los ingresos medios diarios de un trabajador eran de diez reales. Se dieron supuestos, incluso, de padres que registraban a sus hijos con nombres femeninos, al objeto de eludir los listados para un servicio militar que, en aquel periodo, era por tres años. En Barcelona, quizá la única ciudad española con un movimiento obrero organizado, tamaña desigualdad, vigente durante las levas africanas en respuesta de los agravios melillenses, no sentó muy bien, y en los mismos puertos de embarque se prendió la sedición.
 
 
En 1911, la anarquía en Marruecos era absoluta. El sultán Abd al-Hafid se manifestó impotente para controlar las cabilas y pidió la ayuda (o protección) de Francia. La ocupación franco-española de Marruecos se intensificó, a la vez que la tensión internacional, reflejada en la Crisis de Agadir, para solventarse con la firma del Tratado de Fez de 1912, por el cual se formalizó el protectorado franco-español en Marruecos, al que Alemania se plegó a cambio de territorios en el Congo. La lógica oposición de las cabilas fue feroz e inmediata. España, en aquel año de 1912, llegó a asentar a unos cincuenta mil soldados en su protectorado (estableciéndose en Tetuán en 1913), número que sólo sirvió para reverdecer los enconados ánimos de la sociedad española, que contempló impotente cómo los más humildes maridos, padres e hijos marchaban militarizados.
 
 
Durante la Gran Guerra, el teatro de operaciones se trasladó hacia otros frentes. Sin embargo, finalizada, la vista se volvió. En enero de 1919, España nombró al general Dámaso Berenguer Alto Comisario de España en Marruecos, quien ideó un agresivo plan de contención (o llamada pacificación) que le reportó algunas victorias, como la toma de Xauen, en octubre de 1920. En enero de 1921, desde Melilla, el general Manuel Fernández Silvestre emprendió una ofensiva de pacificación hacia el oeste, concentrada en el Rif y la zona de Alhucemas, por donde pululaba la cabila bereber de Beni Urriaguel, conformada por una estirpe de guerreros ancestral tan dura que hasta los almohades los esquivaron cuando pasaron por allí a principios del siglo XIII.
 
Julián Valle Rivas
 

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